Nuevamente sus pasos torpes lo llevan allí. A aquella estación de tren abandonada y a ese andén que la vio partir por última vez. Se sienta en un banco desvencijado y todavía puede sentir el beso de despedida en la mejilla. El roce de su mano con el pómulo izquierdo le produce un chispazo eléctrico que le devuelve a la realidad.

Mira al horizonte. Campos de cereal, cantos de pájaros y una brisa veraniega que le recuerda que empieza a caer la tarde. ¡Y ese andén! ¡Ese maldito y bendito andén!.

Ya hace cuarenta y dos años y siente como si su vida se hubiese detenido entonces. Se aferra al recuerdo como único aliento para seguir caminando. Se fue, simplemente se fue. Le prometió que volvería y era mentira. En la ciudad se casó y tuvo hijos y él no pudo más que morir en vida. Se sentía vacío por dentro, como si le hubiesen arrancado las entrañas.

De repente, siente una punzada muy fuerte en el pecho. El aire le falta. Cae al andén. Entre nebulosas, ve a Elvira y su alma sonríe. ¡Era verdad! Había vuelto para hacer de su amor la eternidad.

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