María alza la mirada, mezclándose sus cabellos con el trigo febril de las cuatro de la tarde. Se ve un hilillo de humo a lo lejos, será un incendio, piensa; en esta época no es raro, y menos por aquí, con tanto pasto seco. Un sudor casi frío empieza a materializarse en pequeñas gotitas que se unen, solidarias, para caer desordenadas desde la nuca y fundirse con la ropa, también mojada. “Cómo os echaré de menos”. Pero María tiene que irse. No hay más remedio. La gente habla, habla mucho. Palabras que cortan más que cuchillos bien afilados. Que harán sangrar, en unos días; en un día, o menos. “Pero yo ya no estaré aquí. No daré que hablar. Os querré siempre”.  

En medio del calor sofocante, el olor a quemado se hace más intenso. De pronto, el campanario se lamenta, fuego, fuego. María escucha entre lágrimas, y desde el andén se presiente la llegada del tren. Queda poco.

Torpe y húmeda, se levanta del banco. Maleta en mano, se toca el vientre. “Os quiero, os quiero”. Ya viene el tren, ya está aquí.

María cierra los ojos. Su tren desaparece, como un fantasma, entre el pesado humo negro…

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