Después de la frugal cena, cansada y arrastrando sus doloridos pies, se dirige a la terraza. La vieja mecedora la espera, como siempre, silenciosa y acogedora. Se ha logrado crear una  perfecta complicidad entre ellas. Acomodándose con algo de trabajo en su querida compañera, pasa una mano por su pelo, oteando al tiempo el horizonte de la estrecha calle que se extiende ante su vista. Suspira intensamente. Comienza la rutina que cada día espera con ansia y culmina después de cenar.

  El expreso de las veinte treinta horas ha de hacer su aparición dentro de un rato. Desde su andén particular, está preparada para que sus alas, después de tanto tiempo, puedan desplegarse y abrazar a su querida hija.

– ¡Seguro que es hoy!  (Ese pálpito, viejo conocido de tantos años).

  En la lejanía suena el traqueteo del tren. La mujer, triste y resignadamente, se incorpora. Acaricia a su compañera y sonríe.

 –  Otra  vez  – disculpa temblorosa- se le ha vuelto a hacer tarde. Este ya es el de las once…Mañana será el día. Lo sé.

   Encorvada, cierra su andén particular y entra de nuevo en el infinito espacio de su soledad.

– “Lo sé”- susurra-.

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