Celia llegó a aquella pequeña ciudad en el tren que procedía de Londres. En cuanto paró el convoy en su destino, cogió su maleta y bajó del tren. Con gran nerviosismo echó un vistazo a la estación y se encaminó a la salida para coger un taxi.

Transcurridas dos semanas en su nuevo destino, consideró que ya se había familiarizado con la conducción por la izquierda, y decidió alquilar una bicicleta. Desde ese día se dedicó a conocer la ciudad a golpe de pedaleo y no quedó ningún recodo, callejón o camino que no lo hubiese recorrido.

Una mañana se levantó triste y llorosa echando en falta a su familia y amigos. Con rabia y genio cogió la bicicleta y pedaleó con fuerza hasta la estación de ferrocarril. Una vez allí, se sentó en un banco de barrotillos de madera y, desde el andén contemplaba el continuo movimiento de la gente. Con una sonrisa agridulce observaba a los pasajeros que llegaban, y que se fundían en un gran abrazo con aquellos que los esperaban, pero en cuanto veía marchar un tren, la envidia se apoderaba de ella, y sólo sentía deseos de correr tras él y subirse en marcha.

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