El Correo de Peña Callada

El Correo de Peña Callada

     Cuando desperté, la intensa humareda cegaba mi vista. El olor de hierro fundido y el de carbón se entremezclaban con los de la fragua donde visitaba a un familiar en mi niñez y los brumosos inviernos bercianos del pueblo de mi mujer, donde fui desterrado por simpatizar con la República. Sentí vapuleada una existencia que no sabía si me correspondía en ese momento. Ahora, estos aromas se fundían en una acrisolada y nauseabunda desolación. A lo lejos escuché el estupor y griterío de auxilio dentro del túnel en el que nos encontrábamos, cerca de mi aldea adoptiva; con el paso del tiempo conseguí convertir el tipo y ritmo de actividad en fieles medidores de las distancias recorridas.

     Como pude, me incorporé a tientas entre aros, sacas y correspondencia esparcida por todo el vagón. Toqué el cuerpo del administrador, tan gélido como el manto de niebla que nos acompañó nada más salir de Astorga. Le llamé y zarandeé levemente; yacía inconsciente entre el desorden. El reflejo de una pequeña luz me guió hacia la puerta del coche en medio del desconcierto. Había alcanzado ya el escalón cuando, entre jadeos, oí: ––ro-Rodrigo, ro-Rodrigo ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está Luciano?–– Volví en la oscuridad sobre mis pasos.–¡Gracias a Dios, Camilo, aún vive! ¿Puede incorporarse? Intenté ayudarle tomándole del brazo, pero el alarido que emitió me hizo cambiar la idea de movilizarle. Despejé el desorden a su alrededor y le puse una saca doblada bajo la nuca a modo de almohada. ––No se mueva, enseguida busco a Luciano y alguien que nos ayude.

     A tientas, con dificultad, conseguí alcanzar la taquilla que por suerte había permanecido en pie. Saqué la cantimplora y le ofrecí algo de agua a don Camilo. Después bebí un poco y empapé el pañuelo para mitigar el picor del humo en nariz y garganta. Salí del coche-correo y me dirigí, a través del empedrado, hasta donde se veía más claridad. A medida que la luz se hizo más patente pude apreciar los cuerpos yertos junto a los extremos de las traviesas empezando a ocultarse  entre la nieve. Nunca antes la claridad deseada se vistió de un nácar más funesto.

     Cuando al fin logré el extremo del túnel encontré a un maquinista que cubría su rostro inconsolable. –Porqué Señor, por qué tuvo que suceder esto, por qué Señor– Repetía entre sollozos. A su lado se encontraba el fogonero , que con algo más de entereza trataba de reconfortar a su superior y compañero a la vez. La adversidad, en ocasiones, es la mejor aglutinadora de expectativas diferentes.

     Un poco más allá encontré un guardia civil al que pregunté si podría ayudarme a evacuar al tullido Jefe de Correos. Me respondió que ya estaban avisados los servicios de socorro, que llegarían enseguida. No contento con la pusilanimidad de este número seguí buscando alguien dispuesto a regresar al coche-correo y sacar a don Camilo fuera del peligro. En esto tropecé con el interventor que prontamente se acercó a un vagón de donde sacó una manta y me acompañó con celeridad al rescate de mi compañero.

     Nos encontramos nuevamente con el maquinista, algo más calmado, y el fogonero que escuchaba pacientemente las quejas de éste. –Si es que me tenía que haber cuadrado; si es que tendríamos que habernos negado.– Sí, y que nos despidan y encima nos lleven a la trena, ni hablar– Respondió el fogonero como parte del equipo imprescindible para mover esas máquinas. Al ver nuestra inminente proximidad, bajaron el tono de voz temerosos.

    –¿De qué hablan sus compañeros?  –Pregunté. Me miró calladamente y prosiguió; como si no fuera con él. Al entrar nuevamente en el túnel prendió la linterna y pude ver algunos cuerpos ensangrentados e inermes. A medida que avanzamos el silencio fue sobrecogedor. Al llegar, don Camilo inició un intento de sobreponerse, pero volvió a quejarse. –¿Has visto a Luciano?– Entre los aros donde sujetamos los sacos donde distribuimos la correspondencia, un tablón que encontramos, unas sacas y la manta que sacó Gordón, el interventor, improvisamos una camilla con la que, como pudimos, sacamos a mi compañero hasta la entrada del túnel.

     Lo posamos en el suelo encima de las sacas que sacamos del coche y él se alejó de nosotros acercándose e interesándose por los maquinistas. Quedamos los cuatro a poca distancia. –¿Qué tal se encuentra, don Camilo? –preguntó el maquinista –A real y media manta, Fernández – fue la estoica respuesta de mi jefe, tratando de quitar hierro a su malestar.–¿Se sabe qué ha sido? –’Los frenos, don Camilo, los frenos–. Hartos estamos de quejarnos de que estos frenos son insuficientes para controlar esta locomotora y la carga que lleva; pero al Jefe de Depósito de León le da igual, como el interfecto no viaja en él… –No sé cuando piensan mejorar el sistema’.

     Al poco comenzaron a llegar los vecinos de Torre del Bierzo y los servicios de socorro. Con agitada y noble determinación fueron trayendo cubos de agua, mantas, abrigos; todo lo disponible en sus hogares al servicio de los los sobrevivientes que logramos salir de la catástrofe Habilitaron un tren en dirección a León donde nos distribuyeron, según gravedad, entre los dos sanatorios de la capital, el Miranda, y el Echegaray, que fue donde nos trasladaron a don Camilo y a mí. 

 
         A los pocos días, ya recuperados, éramos noticia en los periódicos. El número de fallecidos no superaba los ochenta, dijo el ABC –Increíble, el andén de Madrid de donde partimos, estaba atestado de gente–. Busqué en el Pensamiento Astorgano y el Diario de León: los artículos más extensos pero coincidentes en cifras similares. La censura se encargó  de silenciar la intensidad de la tragedia y las causas del infortunio. Por ello, desde entonces, al túnel número veinte se le conoce como Peña Callada.

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