El lunes 9 de marzo de 2020 me llegó una notificación por whats app; era mi grupo del hospital, el mismo en el que escribíamos todas las chorradas del mundo. Quizá por eso lo tomé a broma. La noticia ni siquiera llegó por un canal oficial, y eso sería, a partir de entonces, el sello identificativo de todo lo que ocurrió después: puro caos. Mis padres estaban en casa, venían a cenar. Con una sonrisa imbécil en mi rostro, les puse al corriente:
–Me acaban de informar de que un paciente al que hicimos una colonoscopia el miércoles pasado ha dado positivo para COVID. ¡No me lo puedo creer! –y, tras este comentario, carcajada. – Nada, que me tengo que quedar en casa confinada unos días.
Fue el primer caso de COVID detectado en el Hospital de Igualada. Hasta ese momento, para mí, la epidemia era algo lejano, a nosotros no nos pasará, y, en cualquier caso, solo era grave para los pacientes añosos y con enfermedades crónicas.
Mi padre me riñó. No era cosa de reír. Acordamos que se marcharan, ¿me habría contagiado yo y estaba en período de incubación? No volví a verlos hasta medio año después.
Pasé los días siguientes a la expectativa, poniéndome el termómetro cada instante, observando si aparecían mialgias, o tos. Nada, por suerte. El whats app echaba humo con mil noticias, a veces dispares, nadie sabía del cierto cómo proceder, nos preocupábamos por cómo solicitar la baja, qué ilusos. Como si eso fuera relevante. Hubo que anular todas las endoscopias, porque todo el equipo estaba confinado, y la consulta externa de los médicos que estábamos implicados. Todo desde casa, como pudimos. Mientras esperábamos, comenzaron a declarase más y más casos de COVID, tanto personal del hospital como pacientes. El virus había campado por todo el edificio cuando aún nadie hablaba de mascarillas, ni EPI, ni esterilización de manos.
El sábado 14 de marzo de 2020 se decretó el estado de alarma y toda la población quedó en cuarentena.
El domingo 15 de marzo de 2020 la jefa de Medicina Interna pidió, suplicó, que, por favor, alguno de los médicos, quien fuera, siempre y cuando no estuviera contagiado, acudiera al hospital a echar una mano a los dos únicos facultativos internistas no enfermos que se estaban ocupando de la debacle. En teoría yo no debía salir de casa, pero aún así, sentí que era mi deber acudir; me encontraba bien y nadie me instó a respetar el confinamiento. Me dirigí a Igualada. El último día que conduje mi coche todo era normal; aquel domingo era la única que circulaba. Desolador. En un control policial de Mossos d’Esquadra a la entrada de Igualada, me pidieron acreditación; mostré el carnet del Colegio de Médicos y me autorizaron a continuar. Terrorífico. En el hospital, mis compañeras me enseñaron a toda prisa cómo protegerme: mascarilla FP2, mascarilla quirúrgica, bata impermeable, doble guante, pantalla protectora. Me enviaron a urgencias a revisar los pacientes con ingreso administrativo pero que no disponían de cama en la planta. Revisa tratamientos, ajusta medicación, haz una pequeña nota de ingreso. Como gastroenteróloga, con actividad cien por cien ambulatoria, jamás había estado en el servicio de urgencias; no sabía cómo hacer los informes, no sabía como pautar medicamentos, no recordaba ya cómo actuar ante un enfermo respiratorio, y, evidentemente, como el resto del mundo, no tenía ni idea de cómo tratar el COVID; no sabía a quién pedir ayuda, con el EPI todos éramos iguales, médicos, enfermeros, camilleros, personal de limpieza. En cualquier caso, no había a quién pedir ayuda. Estaba perdida. Mis compañeros estaban perdidos. El primer paciente que visité tenía cincuenta años; hubo que derivarlo al Hospital General de Catalunya. Cuando informé a su pareja por teléfono de ello, se me puso a llorar: doctora, me dijo, por favor, cuídenlo, que tenemos que casarnos. Colgué y también lloré. ¿En qué puto infierno había, habíamos, caído?
El 18 de marzo se acabó mi confinamiento.
El 19 de marzo acudí al hospital a pasar visita con otros compañeros: una internista en período de formación, y, el resto, especialistas que hacía años que solo nos dedicábamos a nuestro campo, endocrinología, reumatología, quizá hubiera algún dermatólogo, o algún médico de familia, no podría asegurarlo. Todo es borroso. Lo cierto es que algunos de nosotros hacía muchos años que no llevábamos pacientes de planta, y mucho menos con patologías infecciosas, respiratorias o cardiológicas. Nos entregaron un protocolo de tratamiento –un protocolo realizado con la mejor intención, pero sin evidencia científica, hecho con prisas, copiado a medias del del Hospital de Bellvitge, o del Hospital Clínic, qué sé yo; pero que ni en estos centros de referencia estaban basados en datos fiables porque no los había, ni fiables, ni no fiables. Nos dieron una lista de pacientes, como quince para cada uno. Nos recordaron las medidas de prevención y, ala, al tajo. Los enfermos de la lista estaban ingresados en habitaciones dispersas, en diferentes plantas; cada vez que salías de un área COVID tenías que quitarte todo el EPI, y colocarte uno nuevo unos metros más allá, para no transportar el virus de un lado a otro. Pero no había más método de separación entre las zonas COVID y no COVID que una raya en el suelo. En serio, ¿el virus respetaba estos límites? Algunos pacientes estaban graves, necesitaba asesoramiento; pero no había nadie a quién preguntar, todo el mundo estaba igual que yo. Prisas, carreras, Hice lo que pude, pero me pareció insuficiente. Aquel día no paré para desayunar a media mañana, ni para comer. Mi botella de agua se quedó, intacta, sobre el escritorio. Cuando volvía a casa tuve que parar en el arcén porque no lograba dejar de llorar. Grité y golpeé el volante.
La introducción había acabado. Por delante, el capítulo uno.
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