Me han ordenado limpiar la azotea. Con mucho cuidado debo hacerlo, está en el cuarto piso de un edificio muy antiguo. Para la administración esta es un área común, por lo que se debe limpiar. Me encargo del mantenimiento de las áreas comunes del resto del edificio. Sólo un propietario tiene acceso directo a la azotea a través de su cocina. El resto sólo tiene tendederos de ropa, que por flojera o comodidad tecnológica –secadora– ya no los usan. Sólo la propietaria del tercer piso sube.

Apenas llego a mi trabajo –limpieza del edificio– muy temprano, me cambio y me pongo mi indumentaria de chamba. Inmediatamente subo a la azotea, paso la escoba, recojo los papeles, lleno la bolsa de basura y la bajo al primer piso. Lo hago rápido, no quiero demorarme, siento una sensación que en cualquier momento se produzca otro big bang y aparezca un nuevo universo, ó se destruya el mío. No termino de bajar y la propietaria del tercer piso me estaba esperando en la puerta de su departamento. Sin más ni más, me pregunta: ¿ya limpiaste? Si, ya lo hice. Pero no te has dado cuenta, en un rinconcito cerca a las macetas que coloca la esposa de ese maricón, su perro, mejor dicho, su perrita <<como la llaman ellos>>, se ha orinado y defecado. ¡Yo, he tenido que limpiar esa porquería! Sabes que el techo de mi departamento es la azotea, y yo escucho cualquier ruido, siento cualquier olor bueno o nauseabundo. Sé cuando el tipejo, su hijita que es mayor de edad, su esposa o su perrita, caminan, estornudan; mientras estén vivos y utilicen la azotea yo los voy a sentir. Es un área común, pero ellos creen que es la prolongación de su departamento, que pueden hacer lo que quieren. La perra no debe caminar por la azotea, no es su jardín ni su parque. Por eso es que voy a colocar azufre en todos los rincones de ese ambiente para que no salga y vuelva hacer sus porquerías. Señora, debe avisar a la administración, ¡Qué administración ni ocho cuartos! Lo voy hacer y asumo toda la responsabilidad, ese mequetrefe, va a saber quién soy yo.

Al día siguiente empezando la limpieza de la azotea, escucho una voz que dice: ese olor es insoportable, ¿que cosa han echado en la azotea?, me pregunta el señor <<mequetrefe para la señora del tercer piso>>. No sé, recién me doy cuenta. ¡La vieja bruja ha sido!, tú no te has dado cuenta, porque limpias temprano, pero ella ha subido y sin que nadie lo note, ha roseado de polvo las esquinas de la azotea y frente a su tendal. Mi esposa cree conocer ese olor irritante del polvo, me dice que es azufre. No dejo salir a mi perrita, porque le haría daño. Pero más daño le está haciendo a mi hijita, que sufre de asma. Mi mujer se va a quejar a la municipalidad y la va a denunciar por intento de homicidio. Y pensar que cuando era administrador del edificio, se hizo mi amiga, hasta ¡vino! traía para conversar acompañada de su hija, una mujer muy guapa pero solterona que vive con su mamá: <<la bruja>>. Lo que buscaba era que le diera un estacionamiento en las áreas comunes del primer piso, aproveché que una propietaria incumplió el reglamento, se le quitó el espacio y se lo asigne a mi amiga <<la bruja>>. Poco a poco dejó de hablarme, a las justas un saludo. No sabía que quería pelear, una septuagenaria me había declarado la guerra.

Hasta ahora no sé porqué me lleva bronca, debe ser que conoce mucho de mí <<como me abrí demasiado>>, conozco muy poco de ella. Pensará que soy conchudo, sinvergüenza, aprovechador, que se yo. La imagen mía la formó ella. ¿Hasta cuando este rencor, esa antipatía que apareció de la noche a la mañana? No me quedo callado, secundaré a mi esposa en la denuncia, ese azufre está prohibido de usar, es dañino para las personas y los animales, sobre todo para las mascotas como mi perrita.

Por favor ­–dirigiéndose a la señora de la limpieza–, mañana temprano limpia y desaparece ese polvo químico de la azotea.

¿Cómo que no puedes limpiar ese polvo? La señora del tercer piso me ha dicho que no lo haga, que ella es responsable únicamente y que la puede denunciar a donde quiera, si quiere pleito, pleito tendrá, pero la azotea se respeta, se respeta – me asintió –. La que no respeta es ella, es una vieja chiflada, va a ver, la demandaré, a la cárcel va a parar.

Ya te escuché, como eres un maricón así le hablas a la empleada, a ver repíteme todo a mí. Te he escuchado, detrás de la puerta de la azotea, hace cinco minutos que estoy parada y no te has dado cuenta, miserable. ¡No me falte el respeto, bruja! no crea que, porque es mujer y vieja, me va amedrentar ¡no señor, no! No asustas a nadie mequetrefe, a ver hazme algo, te pecheo, a ver responde. Señora, no abuse, que estamos en el cuarto piso, en la azotea.

Con la escoba en la mano, miraba como se insultaban, encolerizados, con los rostros enrojecidos, cada uno esperando que el otro sólo levante la mano, le ponga un dedo, y ese par de titanes tenían que resolver una disputa, que los acercaba al odio más intenso, como el choque de trenes, de universos, de estrellas, de planetas, de género, de sentimientos concentrados en esa batalla.

Al día siguiente, atendiendo –la empleada de limpieza– al jardinero que venía un día al mes para mantener el pequeño jardín del primer piso del edificio y también las macetas que adornaban el área común, me preguntó: ¿No hay otras macetas, para hacerle el mantenimiento? No, le dije. En la azotea del cuarto piso hay varias macetas, pero siempre las flores se marchitan rápidamente, no vale la pena mantenerlas. Yo solo me dedico a limpiar el edificio.

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