Habían estado advirtiendo que se oían susurros desde el balcón. Las estatuas inmóviles, su vocación. Yo continúe dando las guías de las visitas, recomendaciones, anécdotas o hasta chistes. Risas y risas. Así, hice poco caso a los murmullos.

La gente parecía cada vez menos interesada en las historias, observaban distantes, cómo espectros. Yo aprovechaba estar a mi aire. A veces, sentía que volaba de una galería a otra, cómo el tiempo, transcurren los días como flashback de fotografías.

Algunos visitantes resultaban recurrentes. El muchacho despeinado en la galería griega, observando el sarcófago decorado con escenas de Bacco. La dama elegante, con escote victoriano, asidua a la galería británica. O el joven que llegaba puntual, a las 10:05 de la mañana, sentado en la banca viendo el recorrido del sol, desapareciendo bruscamente a las 3:45 en verano, cuando el astro ilumina de completo el asiento.

Los susurros continuaban, decían. Muchos de ellos a mi hora de guardia en el balcón. Siempre pensé que sería el eco. Las estatuas silenciosas. El chico de la limpieza me observaba a discreción tras el reflejo de una de las puertas. Yo continuaba disfrutando del sigilo de mi rol: Fantasma de Museo.

Linda Acosta 

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