✒️CLASES PASIVAS🧹

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Y así se escribe la historia. Yo alejéme de la pareja municipal y ellos continuaron con su labor de escrutar el entorno, las motos preparadas, el ánimo de servicio abnegado, el talante gentil como en las películas de polis buenos… 

No me quedó muy claro el asunto de pasar por registro una solicitud de adecentamiento de aceras. Al fin y al cabo yo vivo fuera y solo acudo a ese lugar una vez a la semana para acompañar a mi mujer a su rehabilitación, hacer la compra semanal en un par de establecimientos de gran superficie y ejercitarme andando rápido para completar mis kilómetros diarios. ¿Por qué me iban a hacer caso? Aquella vez que encontré 150 euros tirados en el suelo me costó un mundo reintegrarlos, cosa que al fin conseguí hacer depositándolos en la Policía de Candás, que es donde resido. En Gijón era complicadísimo. De este modo imagino la cuestión de la limpieza de todo un kilómetro de maraña vegetal: poner en conocimiento el hecho, derivar una cuadrilla de operarios de Obras y Servicios, con sus aperos, desbrozar, recoger, reciclar… Es pura utopía vista la necesidad circundante de cosas por hacer. Queda más fácil dejarlo como está, al albur de un posible incendio (el tren pasa justo al lado), de una viejecita que se dañe, resbalando, o de unos rapacinos que saquen sus ojos o enganchen sus partes entre las zarzas. 

Medito ahora, mientras corto piña, sobre los trabajos y las necesidades. Hilvano mis experiencias con las realidades cotidianas y vengo a concluir que hay mucha desidia por el mundo. Sin ir más lejos está el caso de los incendios: sea cual sea su causa en el trasfondo siempre gravita el abandono en el mantenimiento, la mala educación de la ciudadanía y la maldad de los pirómanos.

¡Zas!

Un rayo. 

Luego, las catástrofes aterradoras. Y no hay agua ni para beber, máxime teniendo restricción obligatoria por la sequía actual. 

Lo mismo ocurre con la energía. La guerra nos corta el suministro de gas. No es posible poner en funcionamiento centrales nucleares, parques eólicos u optimizar la energía solar. Ningún político puede arreglar inmediatamente la situación. Si se hubiera actuado antes, quizá sí. 

Ítem más con la pandemia. Esta obligó al trabajo telemático. Hubo una grave alteración en las formas de relación. Silencio a la hora en que cada cual  se telecomunicaba. Salidas del hogar, máscara en ristre, como héroes de cómic. Acceso a instalaciones por una puerta y salida por otra, como ladrones de guante blanco. Subida al transporte colectivo como quien va al desembarco de Normandía. Desconfianza (¿quién es el contagiador mayor?). Sensación de inseguridad pese a las vacunaciones… 

¿Y ahora? 

Un mal viene a diluirse en la urgencia de otro mayor. ¿Quién  recuerda el volcán que nos preocupó? ¿Dónde yacen los inmigrantes que saltaban las vallas? ¿Cuántos pobres de solemnidad se acumulan a los ya existentes? ¿Hasta qué extremos va a llegar la escalada de precios en la alimentación? 

El de pensador es el peor de los trabajos: ser cronista de una época émula de la más oscura Edad Media. 

Apago la televisión. Me laceran los anuncios. Es obsceno ver reflejada la desgracia ajena en términos de porcentajes. Son ridículos los personajes folklóricos sacando sus trapos sucios, eviscerando su intimidad, introduciéndose en nuestras mentes a nuestro pesar. 

La vida se ha transformado en un peligroso juego plagado de obstáculos. A este paso en las próximas olimpiadas van a meter la prueba de la ruleta rusa. Cantidad de francotiradores ensayan en institutos masacrando indiscriminadamente. Por ello ya están armando al profesorado en algún que otro país… 

¿Qué me decís de los trabajadores fallecidos en la calle debido a un síncope producido por la ola de calor? 

Dispuesta la piña la emprendo con una ensalada. 


¡Ah, la dichosa familia…! Siempre tienes que estar a su disposición. La compra de alimentos, la limpieza de sanitarios, la confección de menús, la recogida de ropa tendida, el ordenar el menaje ya limpio por el lavavajillas, el transportar personas a distintos lugares a cualquier hora…


Y los madrugones. Siempre trabajando en silencio para no despertar a los trasnochadores o a quienes tienen el sueño frágil y deben levantarse temprano. Todos tienen su pan, zumo, jamón, aceite, tomate y café reciente… 

Claro, me digo, estás jubilado y debes colaborar. Pero una cosa es trabajar y otra reventarse. 

Noto que menguo muscularmente. Debido a los años y a las palizas deportivas mis piernas se van afilando. Los calambres nocturnos arrecian. «¡Te pasas!», dice mi suegra que día sí y día también aterriza en la casa y mete caña, inmisericorde. 

«¡Sube, baja, cambia, corre…!» 

«¡Avanza, aunque los cascos de música resbalen y la gente del paseo marítimo lo ocupe todo y te mire mal…!» 

«¡Hace un calor brutal a las 6 de la tarde!»

«¡Huy, un dolorcillo!» 

Bueno, varios: en rodilla derecha, en las plantas de los pies abrasados y en el puntito ese que va del quinto espacio intercostal al cuello… 

Veo la hermosura de las infrutescencias que estrujo para animarme con su olor, al tiempo que pululan a mi alrededor unas abejas despistadas. 

«Este bicho me mira mal». 

Sigo.

«No somos nadie», pienso al tiempo que repiquetean las campanas con toques de muerto. Me persigno al pasar por la iglesia y acelero con decisión en los últimos 300 metros para subir pulsaciones: «¡a muerte!». Y me río del chiste sin gracia. 

«¡Jubilado… jorobado!» 

«¡Apura, que tienes que hacer la cena y sacar la basura!» 

El sol se desploma por el horizonte. 

La casa está cerca. 

A ver cómo sigue el caracol que vino a verme esta mañana. 

Se me va la luz… 

Estoy de vuelta. 

¿Qué he ganado? 

Me pongo a la faena, al trabajo sin definición ni remuneración. Y lo malo es que no soy mujer para decir que esto es demasiado y empezar a empoderarme. 

Me esperan los cacharros. 

Hay que pensar en el desayuno de mañana. 

«¡Fuerza!» 

«¡Y corazón!» 


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