El blues de las 16 y 15

El blues de las 16 y 15

<<¡Maldita sea! Las 16:15 y el paciente, aún sin llegar>>, pensé mientras aprovechaba a coger un Kaiku de la nevera. Gracias a Dios, esta vez no me había olvidado de ir a comprarlo. El sabor del café eclipsaba un poco la pereza que me causaba empezar con el primer masaje. Decidí enviarle un mensaje de voz, pero lo dejé a medias al escuchar como sonaba la notificación al otro lado de la puerta principal. Inmediatamente sonó el timbre, abrí la puerta y tras ella apareció María José, una mujer de mediana edad. Le echaba unos 56 años, y no me solía equivocar. Era una mujer que, a pesar de tener unos kilos de más, se notaba que se cuidaba y mantenía una higiene muy estricta. Siempre que venía a darse un masaje olía a jabón de lavanda.

Preocupada por el olor a humedad que tenía la casa, me maldije internamente por no haberme acordado de rociar ambientador por todo el lugar. María José, ajena a eso, o por lo menos disimulando por educación, se disculpó repetidas veces por no haber llegado a la hora. Rápidamente la hice pasar para la salita donde tenía todos los bártulos de trabajo. Le puse papel encima de la camilla y le hice un roto a la altura donde se introduce la cara. Era una camilla eléctrica, en la cual no había escatimado en gastos; gracias a eso, mi espalda y la de los pacientes lo agradecían bastante.

– Vete preparándote y ponte boca abajo, en un momento vuelvo- le dije, sin tratarla de usted. A veces no se sabe si les va a sentar bien, si van a pensar que los estás tratando de viejos o incluso les puedes llegar a crear un muro invisible, un límite que luego no permite que el paciente se sienta en confianza para desahogarse, y es bien sabido, que aparte de osteópatas y masajistas, somos un poco psicólogos.

Dejé que se preparara y volví con la trenza ya hecha para no arrastrar el pelo por la espalda de aquella mujer. -¿Cómo te sientes hoy? ¿Has notado alguna mejoría? Cuéntame lo que te pasa en este momento – le dije, para saber cómo empezar el tratamiento.

– Mira. Me encuentro mejor, pero estoy un poco nerviosa. Preferiría algo más suave esta vez- dijo con voz quebrada y temblorosa. Jamás la había visto con el semblante tan triste, tan apagado. Me tenía acostumbrada a una gran sonrisa y a una mirada que derrochaba vitalidad. Me dio un poco de miedo preguntar por si le incomodaba. Solía esperar el momento adecuado o incluso a que fuera el paciente el que diera el paso, por lo que cogí el aceite y me puse al tema.

– ¿Me puedes poner algo de música? Un blues, quizás algo de Gary Moore- me pidió, a sabiendas de que tenía a Alexa al lado de la puerta. Era una mujer culta, catedrática de historia antigua y le gustaba la música, casi tanto como a mí. En eso teníamos una buena conexión. Muchas veces había sido nuestro tema principal en la hora de consulta. Puse una lista de Gary en Spotify como me había pedido y María José empezó a tararear la canción que estaba sonando, pero acto seguido pasó de cantar a sollozar y del sollozo al llanto. No entendía nada de lo que estaba pasando y le pregunté: – ¿Qué pasa? ¿Estás bien? Era evidente que no lo estaba, pero fue lo primero que salió de mi cabeza. La mujer se giró, sacó un papel arrugado de su bolsillo y me lo entregó. Era una esquela. <=»»>, pensé.

-¡Tu hijo!- exclamé mientras leía los apellidos del fallecido, y mi mirada cayó justo encima de la fecha y hora del entierro. No me lo podía creer. Lo estaban enterrando justo en ese mismo momento. María José no había sido capaz de acudir al entierro de su propio hijo; no quería estar presente en el momento más duro de su vida y había asistido a su cita conmigo. Y allí, en esa sala, sin saber bien qué decir, la rodeé entre mis brazos mientras lloraba desconsoladamente. Se fue y jamás supe más de ella. La llamé repetidas veces pero su teléfono siempre estaba apagado. Habladurías decían que si había enfermado. Lo único que sé es que aquella tarde de abril esa mujer dejó su alma para siempre en mi consulta.

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