No es que me dé vergüenza decir en qué trabajo, pero prefiero no hacerlo. Llega un momento que te cansas de las reacciones de la gente: a las consabidas caras de asombro e incomodidad, le sigue a continuación una retahíla de comentarios muy poco originales, sin ninguna gracia e incluso rayando el mal gusto o la chabacanería, que entiendo no son más que el fruto del nerviosismo. Cuando un desconocido me pregunta por mi trabajo, lo habitual es que conteste algún tipo de ocupación surrealista. Mi preferida es mamporrero; como segunda opción, sexador de pollos. Por lo general, nadie pregunta por detalles y me dejan en paz.

Soy maquillador, sin más. Digamos que llegué a esta profesión por casualidad, la típica casualidad de las personas que siempre han preferido no estudiar y dedicarse a ver pasar las nubes desde la ventana, mientras las mariposas copulan y las mantis se aman.

No, no soy maquillador de estrellas de televisión, ni de cantantes, políticos o personas decrépitas que se niegan a admitir su edad, ni siquiera de adolescentes que también se niegan a admitir la suya. Soy lo que soy, me da de comer y no aspiro a más.

Hoy no estoy de buen humor. Es lunes, y cuesta bastante aclimatarse a mi oficina. Es una oficina impersonal, diáfana, con escaso mobiliario y con un minúsculo ventanuco con cristal translúcido que apenas deja entrever si es de día o de noche. Siempre con luz artificial, a veces me siento como una gallina enjaulada en una granja poniendo huevos a destajo. Diez grados perennes de temperatura, silencio absoluto y ningún compañero de trabajo con quién discutir. Es triste. A ver quién me toca hoy. Espero que no sea alguien joven, sigo teniendo mi corazoncito, aunque mi trabajo te hace fuerte. No insensible, sino fuerte. Qué remedio.

Hay tres clientes, la mañana va a ser larga… Escojo el de en medio, que parece más pequeño, siempre empiezo así. El ataúd es de estilo barroco, está acolchado, y la madera es de nogal. El ser humano se comporta de una manera extraña en determinadas situaciones, nunca entendí por qué una persona muerta necesita tanta comodidad cuando ya no siente nada. Quizá es que no la tuvo en vida, quién sabe.

Mi cliente tiene unos ochenta años, moreno y bajito, pero con una cabeza considerable, que me dará más trabajo. No ha debido tener un bonito final, pues ni su color ni su rictus hacen pensar lo contrario. ¿Algo de hígado? No sé, pero voy a tener que esmerarme. Afortunadamente, no desprende ese aroma floral tan difícil de explicar, aunque ya estoy acostumbrado.

Saco el estuche con los aperos de labranza: cepillos, base de maquillaje, corrector de ojeras, algodón, corrector secante y el imprescindible polvo para fijar. Le vuelo a mirar. ¿De qué lo conozco? Hay algo que me resulta familiar, y no recuerdo. Pero sé que lo conozco.

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Valencia, mil novecientos setenta y ocho. Franco había muerto tres años antes, pero seguía habiendo una educación tardo-franquista, la palabra democracia se escribía con faltas de ortografía. Los profesores eran una especie de semidioses con tendencia a aplicar lo de “la letra con sangre entra”, de mano temblorosa y regla de madera. Si un profesor te daba un cachete, en casa te daban otro: algo habrás hecho, malcriado. Similar a los tiempos actuales: si suspende el niño o la niña de carita de cristal, los padres agreden al profesor con la aquiescencia de la abuela.

En clase éramos cuarenta y ocho zánganos de diez años, de casi todos los estratos sociales: desde clase media-baja, hasta clase baja. Dieciocho de nosotros habíamos suspendido la asignatura de religión, y mi admirado tutor Don Rafael nos sacó a todos los suspendidos a la pizarra para que los demás de la clase vieran que, antes que educar, lo importante era humillar. Por entonces, todas las clases del curso estaban comunicadas con puertas contiguas, cuestión de practicidad. Como la humillación le debió parecer escasa, abrió la puerta y llamó al profesor de al lado.

  • “¡Mira, Vicente! ¡Mira a los que me he cargado!”.

Vicente, sonriendo.

  • “¡Y ese rubito como me mira!”.

Vicente seguía sonriendo. Eché un vistazo a mis compañeros delincuentes y vi que, efectivamente, el único rubito era yo. En ese momento maldije el hecho diferencial de tener una madre inglesa, y deseé ser tan moreno sombrío como los demás. Don Rafael se acercó con paso firme hacía mí.

¡¡ZAAAAS!!

Sin duda, el mayor guantazo que me habían dado en la vida. Tremendo. La mano bien marcada, todos y cada uno de los dedos en mi inmaculado rostro blanco de niño rubito que dejó de ser blanco en ese momento. Supongo que bien merecido, pues de todos es sabido que hay niños de diez años que dan miedo cuando miran.

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Efectivamente, era él. ÉL. Don Rafael. Respiro profundamente, confundido, sin saber qué hacer. Pero ante todo, soy un buen profesional. Empiezo a perfilar con tonos marrones su rostro, muy macilento y bastante deshidratado, por lo que aplico maquillaje en los labios con más profundidad de la habitual.

(Y ese rubito como me mira…)

Sigo con los ojos: hidratación de la zona, perfilador, sombra de ojos y máscara de pestañas. Retoco un poco la nariz, había quedado ligeramente brillante, y difumino un poco su tono marrón para conseguir un tono algo más pastel.

(Y ese rubito como me mira…)

Por último, las mejillas. Unos coloretes sutiles eliminarían los brillos y dejarían un aspecto más natural. Y como nadie me va a llevar la contraria, diré que me ha quedado perfecto.

(Y ese rubito como me mira…)

Acabo, recojo todos los bártulos y guardo el estuche. Y vuelvo a mirarle, otra vez sin saber qué hacer.

Y al final, supe qué hacer. Cierto es que tuve que sacar de nuevo el estuche, cierto es que a él no le dolió como a mí. Y aunque tuve que volver a empezar, le devolví el saludo.

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