Esa mañana se levantó con la disposición de dibujar la oquedad de unos ojos de mirada cruel.

Escogió óleos de la gama de los grises, negros y sepias. Estos, por sus lúgubres y sombrías tonalidades, eran los colores precisos para exponer sin barreras la maldad que habita en la naturaleza humana.

Embadurnaría el cuadro con un fondo de pinceladas negras y mostraría un escenario despiadado y cruel. Quería hacer una pintura que reflejara hasta el alma de su modelo: que se pareciera a una obra renacentista donde no escaparan ni los botones del traje de un elegante caballero.

A través de su arte, pretendía no solo exorcizar los olores nauseabundos del desamor, las indiferencias, el aburrimiento y hasta la pérdida de la dignidad, sino desnudar el comportamiento burdo y soterrado de un “emperador” violento y discriminador.

Era una exagerada para amar y creía que con que ella amara, era suficiente.

Desde muy joven fue soñadora y se dejó influenciar por las novelas rosa de Corín Tellado.

Cuando lo conoció aquel doce de noviembre de mil novecientos sesenta y dos, su corazón comenzó a latir aceleradamente, como el órgano de la catedral donde se casaron meses más tarde.

Se quedó prendada de su extensa mirada de mar y del ondular de su voz como el leve viento que se pasea sobre las aguas de la bahía de su ciudad.

—Te esperaba, cariño —le susurró al oído mientras estrechaba su mano y miraba complacido a la persona que los presentó.

La ceguera del amor la obnubiló y no vio las señales en claroscuro del hombre que escogió.

¡Con qué facilidad la hería y la humillaba! La hundió poco a poco, en horas de silencio y de locura; y la nada y el vacío, como unas intrusas visitas, se instalaron a su lado perturbándole la mente.

Sin tiempo, pasaba largas horas sentada en una mecedora de paja con los ojos clavados en las alturas intentando, tal vez, que desde allí, le cayeran las respuestas sobre lo que debía hacer.

Sumida en estas cavilaciones duró veintisiete años viendo cómo el tiempo se descuajaba del techo y agonizaba en el piso revolcándose entre negros y grises recuerdos. Su corazón, gangrenado por el desamor, se despedazaba y caía sobre el piso sirviendo de entretención al gato que se le arremolinaba entre los pies.

Murmullos de caricias sin ecos agrietaban las paredes. El tejido necrosado de sus sentimientos, muchas veces, le producían cierta satisfacción y lograban excitarla. Una loca sonrisa se le pintaba en la cara y perdida en un mundo abstracto, seguía meciéndose y esperando que él llegara en la madrugada oliendo a coñac y a puta barata.

Sentía miedo.

Le tenía miedo.

Quería gritar ¡no más abandono, no más tristezas, no más desamor! ¡No podía!

Desde el principio no hubo armonía. Ella era alegre, suave, delicada y de ademanes cultos. Él, más triste que un pianista de cabaret. Era callado, introvertido, infiel y sin deseos para ella. Sin piedad, la sometía a largos ayunos carnales hasta que terminó desdibujándole el sexo y convirtiéndola en una anoréxica sexual.

Se alejó del caballete y se detuvo ante el gran ventanal de cristal que deja apreciar la majestuosidad de los árboles que circundan la casa. Con la mirada perdida, observa el largo camino repleto de crueles pinceladas de sombras.

Fueron tantos, tantos, sus vacíos y sus esperas que mientras divaga, casi sin darse cuenta, comenzó a desabrocharse los botones de la blusa blanca de satén que llevaba puesta esa mañana. Se vislumbran unos pezones morenos y erectos. Se estremeció recordando sus sensaciones marchitas y las despreciables humillaciones a su cuerpo. El embriagador aroma de un sexo que ella creía dormido, ascendió hasta sus fosas nasales y la emborracharon de pasión. La asaltó un cosquilleo en su pubis rasurado; la sensación le hizo apretar los muslos para excitar un clítoris que desde hacía mucho tiempo deambulaba por los jardines de las flores marchitas. Deslizó sus dedos por los senos y fue como si la azotaran con las tiras de un látigo. ¡Deliciosas sensaciones!

Respiración lánguida, calma, silencio y destellos luminosos de luciérnagas revoloteando.

Repetidos suspiros que parecen estrellas colgadas del firmamento.

¡Un alma que se va!

El estudio se tambaleó y en el aire quedó suspendido el trazo de una pincelada. Se dejó arrastrar por un deleite que le fue esquivo porque su modelo no fue capaz de despertarla.

Un fuerte olor a trementina la despertó del letargo de sus pensamientos y recordó que estaba en el estudio porque debía pintar una mirada envuelta en la hoguera de los grises y sepias.

Se le nublaron los ojos por la oscura historia y con una sonrisa muerta pintada en su rostro, extendió el lienzo sobre el caballete que la esperaba impaciente para recibir la miserable obra artística que le dejaron tatuada en el alma.

Con rápidos brochazos sin pulir y ausentes de estética y remordimientos, inició el bosquejo de la cuenca de los ojos y se quedó espantada ante la deformidad de sus primeros trazos.

Adolorida por la imagen que fue desentrañando, intentó mejorar los colores para atenuar la brutalidad de la mirada y suavizar el contorno del rostro. La pintura se resistió a transformase y ella no tuvo otra alternativa que resaltar la esencia de un hombre despiadado, cruel y brutal.

El cuadro adquirió matices tan reales que la boca se salió del lienzo y la escupió en la cara diciendo que jamás había sido amada.

Ya no pudo más con el realismo que iba adquiriendo la obra y bajo el dolor de tantos recuerdos perversos, derramó todas las pinturas en esa mirada fría, seca y despreciable que siempre la persiguió.

La pintura quedó ciega mientras se desvanecía por el estudio y ella

poco a poco, fue recuperando el candor de su semblante tantos años atormentado.

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