La mujer lo miró a los ojos con los suyos inyectados de odio, desplazó con violencia el brazo por el escritorio y tiró al piso la taza en que había terminado de beber su café. “¡Tú no eres quien para amenazarme!”, le dijo, se puso de pie, evitó pisar taza, plato y cuchara que aún buscaban su equilibrio sobre la alfombra y se fue con el andar provocativo que sus largos tacos de aguja le ayudaban a resaltar. 

Él se mantuvo inmóvil, mirándola, adherido a su silla, no podía creer lo que había pasado. Cómo iba a tratarlo así, ¡a él! Quién se creía que era esta tilinga. “¿Se olvidó de dónde la saqué? Peor aún, ¿se olvidó de quién soy?”.

Sólo tres meses antes la había conocido en el cabaret donde Karina (así se hacía llamar) se desnudaba por propinas y dormía con quien le ayudara a pagar el alquiler de su umbroso departamento. Ese día él había participado de otra de las tediosas reuniones en el interior del país a las que no podía faltar, acompañando al Jefe. El último encuentro terminó cuando ya se había ido la luz del día, y fue entonces cuando uno de los guardaespaldas, Abel, le sugirió recuperar lo que quedaba de la noche en un lugar alegre que conocía de otros viajes. Karina estaba actuando en el preciso momento en que ingresaron al boliche; su acto de desnudismo carecía totalmente de sentido artístico, pero le sobraba sensualidad, y su perfecto cuerpo blanco la acentuaba. En seguida se dio cuenta de que era una pieza valiosa para su crecimiento personal: así fue que tan sólo media hora después la llevaba de regalo a la habitación que ocupaba el Jefe en el mejor hotel del pueblo.

Las cosas se dieron como lo esperaba: su superior no sólo se lo agradeció con generosidad sino que le encomendó que la llevara a la gran ciudad para tenerla ocasionalmente en alguna oficina cercana a su despacho. “Regístrala como secretaria o algo así”, le dijo. Se ocupó de hacer los arreglos necesarios y durante los últimos tres meses el Jefe disfrutó a tiempo variado –y a escondidas de los demás─ de Karina, y esta fue acostumbrándose a una buena vida que no había merecido ni tenido hasta entonces y que él le había ayudado a lograr. Hasta que un día el Jefe preocupado lo llamó para contarle acerca de rumores que le habían llegado y le urgió una solución inmediata. Entonces, él la llamó, y le pidió con amabilidad que se volviera a su provincia, porque había gente que estaba sospechando y se querían evitar posibles conflictos. La desagradecida le pidió una fortuna para irse sin escándalo, y ante el despropósito él sonrió y le ofreció una razonable “indemnización por despido”, y luego se puso serio y la amenazó con severidad para el caso de que no aceptara. Y fue en ese momento cuando ella reaccionó con violencia y se fue.

La miró hasta que dejó su despacho, mientras se recobraba de la sorpresa recogió la taza, el plato y la cuchara, que depositó con suavidad sobre el escritorio, como si nada hubiera pasado, lo llamó a Abel, y le dijo con calma:

─Esta estúpida cree que se puede jugar con la tranquilidad del Presidente de la Nación, ayúdala a renunciar.

Al día siguiente, en una página interior de la Gaceta de la Tarde se podía leer un pequeño artículo cuyo título decía “Imprudencia”, y a continuación: “Se asoma al balcón, cae y muere una empleada de la Casa Presidencial”.    

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS