Eran los últimos segundos del partido, y perdíamos por un tanto. Nuestro portero Jorgito logró atrapar un peligroso pelotazo, se recompuso desde el piso y pateó el balón tan lejos como pudo; nuestro medio Rubén que avanzaba por la izquierda, lo recibió de espaldas y enseguida el lateral visitante torpe como era, intentó bloquearlo, pero Rubén se lo sacó con un regate magnífico. Enseguida punteó la pelota mostrándola deseable al número tres, que creyó tenerla al alcance, pero yo sabía, y Rubén también, que el tres no la alcanzaría.
El defensa se lanzó con ambas piernas por delante, intentando sacar la pelota y a Rubén fuera de la cancha, pero Rubén la punteó justo un instante antes que llegase, y luego lo saltó por encima dejándolo atrás como un saco de patatas. Rubén adelantó corriendo un poco más el balón, y mirándome, con su mágica zurda, lanzó un largo pelotazo al área, parabólico y espeluznante, que iba preciso a mi posición, a la entrada del área. En un soplo los dos centrales se dieron cuenta que estaban fuera de la jugada, y corrieron en desespero hacia mí.
Doblé mis rodillas y me preparé para el salto, mirando de reojo al portero. El DT de la visita alzó los brazos y gritó —¡Fuera de juego! —, pero solo era blofeo, la jugada era legal, ajustadamente lícita, solo intentaba sacarme con sus gritos alarmados, el guardalínea impertérrito, confirmó mi percepción. Estiré en resorte mis piernas y me elevé justo a tiempo, el balón aún volaba hacia mí, pedí al cielo hacerlo bien. Extendí mis brazos, arqueé mi espalda y el cuello, calculé que estaba a veinte metros del arco, por lo que debía ser un cabezazo fortísimo, recordé haber alcanzado distancias similares, en algún entrenamiento. ¡Controla!, alguien me gritó, imposible, fue mi respuesta interna. Una vez la controlara, los centrales me matarían a patadas, caballazos, y golpes de puño.
Por fin el balón se presentó cercano a mi vista, y lo golpeé tan fuerte como pude con la frente, dirigiéndolo hacia la portería. Demasiado pensé primero, y la pelota rebuscona voló encima del área hacia su objetivo, y mientras volvía al suelo la perdí de vista, por los reflejos de las luces, y las ráfagas de la lluvia. El portero se lanzó que parecía un gato, pero estaba muy lejos, su esfuerzo encomiable era inútil. Me parecía que la pelota iba pasada, pero una vez que rebasó al portero, burlona y girando bajó, no sabía cómo, pero bajó, y pegó justo bajo el tubo, al lado del ángulo, y cayó rápida y vertical sobre la línea de tiza, y como compensando todas las malas pasadas de los noventa minutos, cuando siquiera de suerte me llegó algún balón, brincó en ángulo hacia adelante y se fue contra las redes, aun girando. ¡Golazo! Grité, cuando tomé el césped con los pies luego del salto. Atrasados los laterales me chocaron, patearon y golpearon, dejándome en el suelo lesionado de una pierna, luego levantaron las manos y reclamaron una falta mía, pero no me importó.
Desde el suelo miré a la galería esperando gritos y celebraciones, había olvidado lo vacío del estadio por el Covid, eso no mermó mi alegría. Del equipo solo Rubén corrió a abrazarme. Era el empate; el referí cobró la anotación, y terminó el partido, justo a tiempo. ¡Hazaña! Pensé, salvamos un punto de local, un punto que nos sacaba de la zona de descenso. Caminé renco al banco esperando algún cumplido, algún saludo, pero nada. Todos rodeaban a los dos juveniles, mediocampistas estrellas que jugaron hasta los ochenta minutos, y no hicieron nada, pues en verdad eran torpes, sin talento. A diez del final El DT los había cambiado, so pretexto que descansaran, y entraron Rubén y otro que no recuerdo, y Rubén con su habilidad en cuanto pudo nos salvó de la derrota. Luego llegaron los reporteros para hacerle notas a los dos juveniles, que eran uno, hijo de un dirigente, y el otro, sobrino de un comentarista deportivo, sus únicos méritos.
Me duché y cambié de ropa, y mientras me vestía, se apagaron las luces, y es que me retrasé por mi lesión. Me vestí cómo pude en la obscuridad, y salí cojeando del estadio para ir a casa, en las periferias. Caminando por la calle exterior vi que esperaban las novias de las estrellas, muy hermosas, y muy fresas, con sus minis y botas altas, y recontra acicaladas. Debí caminar al lado de ellas, y me miraron con cara de asco, diría repulsión; Indiferente continué mi camino. En esto salieron del estacionamiento los dos juveniles, con sus carrazos, y uno de ellos me gritó, —¡Bye bye negrito! — Más allá las dos güeritas se subieron alegres a los autos, y acelerando tomaron el periférico hacia las zonas residenciales.
Quise tomar el camión en avenida Libertad, pero el conductor me hizo bajar, pues el pasaje había subido a quince pesos, y solo tenía trece. Debí entonces caminar a casa, en la barriada norte, y por mi cojera llegué pasadas las tres de la mañana. Al llegar todos dormían, y en mi cuarto en silencio, cené unos fríos tamales pasados. El insomnio llegó indeseable; no lograba entender porque el Profesor no podía deshacerse de esos juveniles, y porque no ponía a Rubén como titular, si por mucho era el mejor. Pero no di con la respuesta. El DT nunca escarmentaría, hasta que bajáramos a segunda división.
Por el trasnoche, al día siguiente me presenté diez minutos tarde al entrenamiento, y recibí mi respectivo castigo. Los juveniles llegaron dos horas después, y para ellos no hubo regaños, solo sonrisas. Enseguida se presentaron unos periodistas de la televisión, que los rodearon y se los llevaron. — ¿No supiste? — Me dijo Rubén. —Fueron vendidos al Benfica, los dos. — No pude creerlo, pero me alegré por Rubén, que podría por fin ser titular, pero ese mismo día lo trasladaron a la filial, y al despedirme pensé, —Ahora sí que estaré sin amigos—.
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