Lucía nació bailando, nomás salió del cuerpo de su madre un leve movimiento de cabeza la propulsó a un destino de volteretas. Sería su trabajo y su modo de vida.

Liviana, se suspendía en el aire en cada salto.

Desafiaba con su ingravidez vaya uno a saber que rigores escondidos, que raíces silenciosas exhumaba danzando.

La música le explotaba en su cuerpo y el reconocimiento y la admiración por su arte comenzó a borrar fronteras, bailar era para ella pasaporte a lugares impensados.

Ese día una lluvia intermitente la detuvo en todo lo marcado a realizar. Tenía que abordar un vuelo en dos horas, se presentaría al día siguiente en un escenario que la llenaba de entusiasmo, pero ese cristal empañado apretaba sus pensamientos deteniendo los rituales de partida.

Tan simple como eso, quedó fijada a su imagen difusa, guardó silencio como esperando que algo ocurriera. Mirarse. Y volver a mirarse otra vez. Y una vez más, no sabía que buscaba en ese reflejo tildado de si misma. ¿Perdería su vuelo? no comprendía esa espera íntima que la demoraba en dejar su país en salir de travesía, en ir al encuentro de ese público que la idolatraba y que se expresaba en otra lengua, que sólo entendía por gestos o muecas. Salir era también correr el riesgo de un amor que la exiliara otra vez.

De pronto un golpe a su puerta la puso en movimiento. Se asomó a la ventana. No vislumbraba otra cosa que imágenes borrosas. Entonces acercó su rostro hasta sentir la humedad condensada en el cristal y su infancia se le presentó con total nitidez.

Tendría 3 o 4 años a lo sumo. Parada sobre una silla se asomaba al combinado que hacía música con los giros infinitos de un disco de pasta, el favorito para bailar y bailar. Recordó que su entusiasmo sólo se veía interrumpido cuando su madre decía:

– ¡¡¡¡Carta del abuelo!!!!

Tres palabras, pronunciadas de tal modo que abrían a un tiempo de abrazos y lágrimas entre ambas. No sabía leer aún y sin embargo no se despegaba de esas letras dibujadas por pluma y tinta, con trazos y rúbricas que recorría con un dedito, intentando recuperar el movimiento que las había fijado a ese papel, caligrafía que luego trasladaba a sus pies. La correspondencia de su abuelo abría al relato de lo que antecedía su nacimiento. Se reanimaba para su mamá otro tiempo a distancia de un océano, en la orilla lejana de su adolescencia.      Como eco le parece escuchar la ya lejana voz de su madre…

“Tu abuelo no tenía casa fija… pero habitaba los libros. En ese tiempo saber leer y escribir era una herramienta y un arma de insospechadas consecuencias. Era jefe en la estación de trenes que le asignaran. Su figura tan pequeña exigía de unos peldaños para llegar al caballo, pero su talla crecía cuando tenía que alcanzar a otro para rescatarlo de su dolor. Además de despachar los cultivos reunía a los labriegos para transmitirles el arte de deletrear, darles ocasión de escribir otra historia, de releerse, de reconocer lo que eran acontecimientos que perfilaran porvenires.                                                                             En la posguerra se lo llevaron”, decía su madre con voz entrecortada.                                Evocando recorridos a pie, buscándolo, manteniendo en suspenso la tensa divisoria entre vida y muerte. Eran tiempos urgentes que no alojaban cobardías.                                             –Había que llegar a una vista de causa antes que se extinguiera por un disparo toda esperanza de su regreso a casa.  ¡Y lo encontramos! –seguía el relato… Estaba en un hospital devenido cárcel… había sabido construir ahí en ese encierro algo impensado, una vida de ficción.                                                                                                                         Iba y venía alentando la reunión de pares reclusos en un grupo de teatro leído, en una banda de músicos o inventando zapatos con ruedas en desuso y lo que más asombraba era que tenía en su poder la llave de la puerta, le dejaban la llave, cruel exigencia de no escapar para no perder la vida intentando libertad. Cuando por fortuna regresó a casa pudo recién ahí llorar, llorar a mares se hizo conjuro contra el horror. “

Tantas lágrimas se hicieron océano y marcaron el camino para otra historia… la que con amor recibió a Lucía tan lejos y tan cerca como esas letras en un papel que desde niña supo transponer en danza.

Volvió a escuchar que llamaron a su puerta esta vez tomó su equipaje y no se hizo esperar más.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS