Primer día.

Era una mañana primaveral. Parada con el coche delante de la verja de entrada de Mantex, respiré profundamente antes de pulsar el botón del telefonillo. Saqué el brazo por la ventanilla y mi dedo tembloroso acertó. No hay otra opción, por lo tanto, basta de pensar en excusas, de buscar justificaciones. Solo tengo que hacer lo que me digan, lo mejor que pueda y ya está. Eso es todo.

Dejé el coche en el amplio parking que hay para los trabajadores y subí las escaleras del edificio de las oficinas agarrada a la barandilla, haciendo un esfuerzo para conservar una sonrisa en mi rostro que en realidad me parecía estúpida.

Por fin, estaba sentada en la que iba a ser mi mesa de trabajo, cualquiera que pasara por vestíbulo de entrada a la planta de administración al primero que veía era a mí, estaba en el centro de todo y de todos. Hubiera dado lo que fuese por poder desaparecer en una esquina de esas, junto a las amplias ventanas que daban al jardín del polígono.

—Un momento, por favor—había dicho Rosa, la jefa de administración, hacía solo unos minutos—, os presento a Patricia Moragues, es desde ahora una de nuestras administrativas…

Sentí los ojos de todos clavados en mí, escrutando, analizando lo que llevaba puesto, como me movía y hasta como sonreía. ¡Maldito apellido! ¿Seguro? Si no es porque es el mismo que él del dueño de la empresa, yo, con 45 años y mujer, no habría encontrado trabajo. Lo sé. Lo sé. Son las doce, todavía me quedan tres horas. Tres horas no son mucho. Tres horas son una puta eternidad. Me llamaban al móvil:

— ¿Dígame?

—¿Patricia Moragues?

—Sí.

—Soy el director del IES Vista Alegre. Por favor, ¿puede acercarse? Hemos tenido un problema con Alejandro.

—Vale, enseguida voy.

Me levanté lo más rápido que pude, tropecé con la fotocopiadora, cogí la chaqueta y el bolso del perchero, y entré en el despacho de Rosa.

—Perdona —dije atropelladamente—, tengo que salir un momento, me han llamado del instituto porque hay un problema con mi hijo, vuelvo lo antes posible.

Primera semana.

Hacía mucho calor, se estaban peleando por el mando del aire acondicionado. Yo pasaba. Manolo me estaba ayudando. Era simpático, tenía paciencia, me lo explicaba todo muy claro, pero este trabajo no era lo mío. Echaba de menos el diseño de estampados, aquello me entretenía, el tiempo volaba, y a mis compañeros. Parecía otra vida. Solo habían pasado dos años. Mi despido. El divorcio. Las jodidas oposiciones…

—¿Pero te enteras de lo que te digo? —me dijo Manolo al verme despistada.

—Sí, perdona, se me va la cabeza. Creo que lo entiendo. Primero introduzco el número de factura, luego la fecha, aquí el importe.

—No te olvides del CIF de la empresa y que el importe es la base imponible porque…

Pobre Manolo, también tiene lo suyo, un hijo autista debe ser difícil de llevar.

—Vale, vale, ya sigo yo. Muchas gracias, de verdad. Muchísimas gracias.

Puse todo mi empeño en lo que estaba haciendo. Oía a mis compañeros picar las teclas a una velocidad y con una fuerza increíble. El corazón se me aceleraba, se ponía al compás de la percusión ambiental, pero mis dedos iban tan lentos… Sabía que todos estaban pendientes de mí. Alguien hizo un comentario, todos rompieron a reír, primero disimuladamente, luego a carcajada limpia. Yo seguí ahí sentada como si no fuera conmigo. Una ola de calor subía de mi pecho hacia la cara y temí que se pusiera roja. Sonó el timbre de mi móvil:

— ¿Dígame?

—Buenos días, Patricia, soy Jaime, el director del Instituto. Esta mañana han faltado tres chavales: Alejandro, Florín y Miguel. ¿Sabe dónde está su hijo?

—Esta mañana lo dejé solo en casa, ya se lo dije cuando lo expulsaron del instituto la semana pasada, no tengo con quien dejarlo. Le prohibí que saliera, pero pueden estar juntos. Son amigos.

—La policía está de camino. Le agradecería que recogiera a Alejandro y viniera al Instituto. No le puedo decir más, aquí le informo.

—De acuerdo, lo recojo, si lo encuentro claro, y acudo al colegio.

Salí corriendo hacia el despacho de Rosa, otra vez.

Primer mes.

Llegué temprano como siempre, no había amanecido todavía. Me senté en mi sitio y saqué los papeles. Recé para que la cantidad de horas dedicadas al entrenamiento de mis dedos funcionara y encendí mi ordenador. A las 10:00 horas Manolo no había llegado. El cielo se veía negro a través de las ventanas.

—¿Alguien sabe si Manolo está enfermo? —pregunté en voz alta.

—A Manolo lo llamaron ayer por la tarde a recursos humanos y lo despidieron. No va a volver. Puedes quedarte su mesa si quieres.

Me mantuve tiesa con la mirada fija sobre la pantalla del ordenador. Estaba bloqueada. Me mordí los labios para que el dolor distrajera mi mente, pero las lágrimas empezaban a brotar por mis ojos. Me levanté y salí al pasillo. Me acerqué a la puerta del despacho de Rosa, pero no entré. Bajé las escaleras y salí al jardín. Estaba comenzando a llover y el frío de las gotas en la cara me sentaba bien. Me dirigí al tronco del árbol más grande y me apoyé en él. No iba a dejar el trabajo, imposible. ¡Pobre Manolo! Pero ¿Quién soy yo? ¿Cómo pude dejar que pensaran que fue Miguel él que empujo a Florín al río? No me quito de la cabeza la imagen de esas botas llenas de barro bajo la cama de Alejandro.

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