Trabajo ingrato

Trabajo ingrato

Roberto

21/06/2022


Hay un suceso que, a pesar del tiempo transcurrido, aún pesa y revolotea en mi cabeza.

Fueron cinco años en un paisaje agreste entre montañas y clima extremoso, lejos de la familia y de la civilización. Las obras fuera de la escala humana tienen altos riesgos, aunque se extremen las medidas de seguridad, los accidentes pueden presentarse de la forma menos esperada. 

De día o de noche la obra parecía un hormiguero por los cientos de trabajadores que ahí laboraban, pero en los escasos tiempos libres la nostalgia te invade y extrañas a los tuyos; algunos optan por refugiarse en el alcohol y aunque lo entendiera, no podía admitirlo. A los pocos meses de mi estadía, ya había despedido a tres de los ingenieros por borrachos; lo que me valió enfrentarme con el director general.

—¿Piensas despedir a todos tus trabajadores? —Fue el recibimiento que me dio desde su escritorio, tan pronto me vio.

Era una monserga trasladarse a su oficina, pues estaba a tres horas de camino de mi campamento.

—Existe una razón, —me apresuré a decirle, y expliqué como los angelitos se empinaban el codo, o, dicho de otro modo, se acomodaban unas guarapetas de padre y señor nuestro, qué, por supuesto, al día siguiente ni soñando podrían trabajar, terminé con mi justificación.

—Pues más vale que te hagas a la idea y veas como controlarlos, porque para aguantar tu obra, solo borracho o loco; como tú… Comprenderás. — Concluyó.

Estas y otras particularidades envolvían mi entorno.

Cierto día ordené a la cuadrilla de topografía tomar datos del terreno en ambos lados del río, para cruzarlo se usaba un puente que estaba a dos kilómetros aguas abajo y era el medio autorizado para pasar de un lado al otro. Por negligencia o intento de ahorrar tiempo, los trabajadores decidieron arriesgarse con todo su equipo y entrar al agua en ese sitio; el lecho del río lo conformaban rocas, y su profundidad apenas te cubría el pecho, pero la fuerza de la corriente lo hacía peligroso.

Tendría un par de semanas que había contratado a Juan como cadenero de la brigada; joven de veinte años de excelente carácter y buena disposición al trabajo.

A mitad del río, Juan perdió el equilibrio, la corriente lo llevó y se perdió a la vista; sus compañeros al no verlo salir, se arrojaron al agua en su búsqueda, pero no lo encontraron.

Habría pasado media hora cuando me avisaron del accidente.

—Inge, ¡Juan se ahogó! —Desencajado, dijo uno de sus compañeros aún en la puerta de mi oficina. No sé describir el efecto que sentí, ante la drástica noticia, pero la reacción inmediata fue dirigirme al lugar del accidente.

En el camino me dio los pormenores de lo que había pasado. Sin perder tiempo iniciamos la labor del rescate con personal de seguridad y como voluntarios sus compañeros de brigada, que aún continuaban dentro del río; la noche nos alcanzó sin ningún resultado, no podía alejar de mi pensamiento la fatalidad. Para proseguir con la búsqueda trasladamos reflectores e iluminamos esa parte del río; la oscuridad afuera de aquella luz producía un efecto tétrico y sombrío que hacía aún más dramático el momento; los rescatistas asegurados con cuerdas, luchaban contra el torrente del agua y con dificultad revisaban entre las rocas del río traicionero; esa noche fue eterna, cansados y desconsolados nos sorprendió la luz del día.

Era urgente tomar otras medidas. 

Con el helicóptero recorrí el cauce del río más de cincuenta kilómetros sin detectar indicio de él; más de una vez le pedí al piloto dar vuelta por creer haber visto algo. Mi esperanza se centraba en encontrarlo a la orilla del río, sano y salvo, pero no fue así. ¡Todo el esfuerzo parecía en vano!

También colocamos un retén con malla a todo lo ancho del río; como prevención en caso de que su cuerpo se hubiera atorado entre las rocas o raíces de los árboles y al soltarse pasara desapercibido de nuestra vista.

A los padres de Juan se les trasladó a la obra, y sin separarse del sitio el señor abrazaba a la madre con su mirar apagado y llanto silencioso, sin separar la vista del río. Mi contacto con ellos fue breve y no encontré palabras de aliento; entre sus pocos comentarios, me enteré de que Juan no sabía nadar y supuse que por pena ante sus amigos no dijo nada.

Fue otra eterna noche de infortunio, y al día siguiente sin tregua continuamos en la búsqueda de Juan. Sin dormir y mal comer, el cansancio y la frustración terminó por apagar mi ánimo, pero no podía resignarme a la pérdida de un compañero.

Estaba presente cuando uno de los rescatistas gritó.

—¡Ahí está! ¡Ahí está!

El río lo liberó y flotaba a merced de la corriente.

Dos días de búsqueda, y por fin se rescató su cuerpo.

El dolor y la pena se quedaron para siempre.

“En memoria de Juan y de los que desafortunadamente han perdido
la vida en su trabajo, y que no los reconocemos en las obras que nos brindan un
beneficio”.



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