Me dan terror los hospitales; también los médicos y las enfermeras, los escáneres, las ecografías, los tacs, las extracciones de sangre y hasta las radiografías. Ni qué decir de los dentistas y los cirujanos. Casi he superado el miedo a las inyecciones pero no puedo con los supositorios y menos mal que ya no están de moda las lavativas.
No entiendo ni una palabra de la jerga médica y farmacológica y hasta me aterra leer los prospectos de los medicamentos. Tendría que ir al médico pero no me atrevo.
Tuve una novia estupenda a la que dejé porque trabajaba en un ambulatorio. Con esos antecedentes, mi madre tuvo que desistir de su ilusión de que fuera médico, y me hiciera abogado.
Y si cuento todo esto es porque el mismo terror que siento yo por los hospitales y la medicina, lo percibo en mucha gente ante los juzgados y tribunales.
He visto a clientes sudar frio al acercarse a la Ciudad de la Justicia a solicitar un certificado. Temblar en la cola del control de entrada; orinarse declarando como testigo; a un tío salir corriendo cuando lo seleccionaron como jurado…
Recordaré siempre un ‘cliente’ que me llegó del Turno de Oficio. Un prenda de diecinueve años, conocido por El Moco. ¡Vaya usted a saber por qué!
Lo acusaban de robar el bolso a una anciana cuando salía de la iglesia, mediante el fino método del ‘tirón’, Ninguna gana tenía yo de asistir a aquel sujeto, pero la obligación de defenderlo me llevó a hacerlo con disciplina profesional.
La vista estaba señalada para las diez y media, pero el Moco no apareció. Lo llamé por teléfono y respondió su madre.
—Soy el abogado de su hijo. Estoy esperándolo en el juzgado.
—Está durmiendo —me dijo.
—¡¿Durmiendo?!
Intenté convencerla de que lo despertara. No fue fácil. Le dije que su hijo tenía un juicio y me preguntó de qué. Que ya lo había tenido el año pasado. ¡Que querían matarlo!
—¿Matarlo?
—Sí, el papel pone que lo ejecutarán y que sólo la providencia puede salvarlo.
—Mire, señora, o viene inmediatamente o seré yo quien lo ejecute. No lo va a salvar ni la Providencia.
Conseguí que retrasaran la vista y una hora más tarde apareció el Moco. Vestía camiseta del Real Madrid, pantalones cortos y chanclas. Me dijo que traía cincuenta euros para ‘sobornar’ al juez.
Casi le pego.
Mientras esperábamos, le expliqué que los Autos no eran coches, la Diligencia nada que ver con la mítica película de John Ford con John Wayne, y la Providencia algo completamente distinto a la intervención divina. Me preguntó qué era eso de ‘la vista oral’, pero yo ya había agotado mi capacidad pedagógica para responderle.
El Moco no quería entrar por miedo. La verdad es que yo tampoco, pero por vergüenza. Podía perdonarle el tirón a la anciana y hasta las chanclas, pero la camiseta del Madriz…
Nos llamaron.
Lo metí a empujones en la Sala de Vistas y el Moco no encontró las vistas por ninguna parte, ni siquiera había ventanas.
Las togas negras le daban tanto miedo como a mí las batas blancas. El moco Quiso huir y lo senté en el banquillo de los acusados con malas formas.
—¡Quieto ahí! —le espeté en tono amenazante.
El juez lo miró con un rictus despectivo, luego se dirigió a mí de mala gana.
—Señor letrado ¿Usted cree que su cliente lleva la indumentaria adecuada para comparecer en Sala?
—Reconozco que no, Su Señoría. Si al menos la camiseta fuera del Valencia… —murmuré entre dientes.
— Señor letrado. Tiene media hora para volver con su cliente vestido con el decoro obligado.
Corriendo me fui con el Moco al Centro Comercial, temiendo que algún conocido me reconociera en semejante compañía. Ni qué decir tiene que con los cincuenta euros destinados a sobornar a Su Señoría y cinco más que llevaba en el bolsillo, no tenía bastante para adecentarse. Si no fuera porque me hubieran expedientado, lo habría dejado allí plantado y me habría ido a llorar a mi casa; peor aún, me tocó sacar otros tantos euros para completar el pago de su necesario atuendo.
Regresamos a la Sala de Vistas.
Yo le había instruido para que se declarara inocente de todos los cargos y, a la vista de sus limitaciones mentales, le simplifiqué: a las preguntas del fiscal contestas a todas que no y a las repreguntas mías, todas que sí.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó el secretario.
—¿Lo suyo es pregunta o repregunta? —respondió el Moco.
—¡Qué pregunta ni repregunta! —dijo el Secretario. ¿Qué cómo se llama?
—Es que mi abogado me ha dicho que a las preguntas conteste todas que no y a las repreguntas todas que sí.
El magistrado me miró con gesto amenazador.
Quise morirme, quemar la toga y dedicarme al cultivo de los espárragos.
Por fin contestó: «Soy el Moco.»
Hasta el juez cambió su mirada retadora por una inevitable sonrisa.
—¡¿Que cómo se llama?! Su nombre y apellidos, no su apodo.
Parecía no recordarlos, porque tardó en responder, hasta que al fin lo hizo.
El desastre de juicio ya era inevitable y la sentencia condenatoria insalvable, sin embargo, resultó que la anciana a la que el Moco había ‘presuntamente’ robado, debió tener igual miedo a los juzgados que yo a los hospitales y no compareció. Tampoco ningún testigo vino a declarar, ni prueba alguna del delito había, pues el policía municipal que lo detuvo tres calles más abajo no pudo asegurar si era él quien robó el bolso que nunca apareció, no obstante, el fiscal mantuvo su acusación y yo pude lucirme en mis conclusiones definitivas…
Lo absolvieron.
A la salida de la Ciudad de la Justicia, el Moco se volvió a vestir de impresentable y regresó al Centro Comercial a devolver lo comprado. No sé si lo consiguió. Nunca volví a saber de él ni del dinero que le había prestado.
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