No podía negarme a hacerlo, tenía que entrar a esa oficina porque de resistirme me echarían y tendría que empezar a buscar chamba de nuevo. Había pasado casi un año en el que sobreviví de milagro. Me endrogué hasta el cuello, me apreté el cinturón y ahorré hasta el último centavo. A Marisa le fue peor que a mí. Se enfermó y no quiso que gastara en medicinas, le conseguí medicamentos a punto de caducar y, por fortuna, sanó. Cuando me anunciaron lo del trabajo, dudé al principio, pero luego pensé que era una gran oportunidad y no debía desperdiciarla. Se lo debía a mi mujer.

Lo más sorprendente fue lo que nos dijeron los doctores. “Si llevara una alimentación normal, sus defensas aumentarían y dejaría de perder el cabello y sufrir ese agotamiento crónico”. Estaba claro que la anemia la estaba devastando. Me remordía la conciencia y, cada vez que ella me decía que en lugar de comida me comprara una cerveza, se me caía la cara de vergüenza. En muchas ocasiones insistía tanto que me tomaba la birra, pero me sabía muy agria.

Por fortuna las cosas cambiaron. Después de leer el anuncio en Internet envié mi solicitud. En el cuestionario había algunas preguntas que me parecieron un poco raras, pero como me urgía el dinero y pensé que nos daría una gran satisfacción a mi mujer y a mí, lo acepté todo. El primer día no noté nada del otro mundo. Había poco personal y los jefes no se aparecieron. Mis compañeros de trabajo, demasiado esquivos, sólo me saludaron y nadie me ofreció ir a tomar un café, así que me fui solo al comedor.
Almorcé por una bicoca, un arroz con huevo, una buena chuleta de cerdo adobada con patatas y flan. Hacía tiempo que no me atracaba de esa forma. Compré unos pastelillos para cenármelos con Marisa. Le gustaron mucho. A la semana de estar intentando entablar alguna conversación con mis colegas, me di por vencido. Me resigné a permanecer ocho horas acomodando papeles, haciendo copias, archivando carpetas y jugando en Internet. Llegó el día del sueldo y me dieron un extra por mi buena conducta. Recibí una carta de mi jefa que me animaba a seguir con esa buena conducta y deseo de superación.

Era la primera vez que recibía algo de ella porque la había visto solo una vez en la sala de reuniones y de medio perfil. Me pareció una mujer con carácter y muy enérgica. Decidí que, si iba a perder media vida allí, sería bueno que lo hiciera con provecho, así que hice mis planes. Me llevé unos libros de autosuperación y otros de mi especialidad. Pensé que si le echaba un vistazo a mis libros de administración y gestión de empresas llegaría lejos. “Dios, no me des dinero, ponme donde haya donde cogerlo”. Me compré un buen traje, me corté el pelo que tenía mal cuidado, me dejé el bigote para parecerme, como decía Marisa, a Burt Reinolds, y comencé a subir mi rendimiento.

Por fin la jefa me llamó y fui a su oficina. “Está usted trabajando muy bien, Rodrigo, le voy a subir el sueldo un diez por ciento, pero necesito que colabore más conmigo”. Por supuesto, señora Pilar, cuente conmigo para lo que quiera. Salí satisfecho. Ella me había depositado su confianza y tenía que estar a la altura. Una tarde me pidió que saliera media hora más tarde. Me dio instrucciones para la mañana siguiente. Tenía que verificar que los empleados de mi departamento llegaran a tiempo. Era pan comido. Además, todos eran puntuales. Una chica que había tenido un insignificante retraso, me pidió que no se lo dijera a Pilar, pero me negué, así que la llamaron y, para mi gran sorpresa, la liquidaron ese mismo día. Se fue echándome unos ojos de pistola que recordaré toda la vida.

Así empezó el infierno. Me dieron prestaciones, me convencieron de que firmara un contrato fijo y que aceptara una hipoteca. Tenía que cumplir con las exigencias que me llegaban de improviso por el correo electrónico. Era doloroso y no había justificación que me pudiera librar del remordimiento de conciencia. Traté de refugiarme en el regazo de Marisa, me entregaba a ella con todo mi ser en un acto de fuga, pero sin resultados. Llegó a ser tanto el peso que creí haberme quedado impotente. “No te preocupes amor, deben ser cosas de tu trabajo que te estorban a la hora de hacer el amor”. En efecto, ella lo presentía, pero no imaginaba la gravedad de la situación. Le oculté lo de la chica del retraso, luego lo del hombre que hacía horas extra para pagar los estudios de su hijo, lo de las secretarias que se vieron obligadas a renunciar por un error mínimo en unos reportes.

Lo peor fue que Pilar me citó en un hotel. Me dijo que tenía que subir a la habitación 450. Fui con sus indicaciones sin saber lo que me esperaba. Cuando toqué la puerta, ella salió con cara de enfado. Por qué ha tardado tanto—preguntó—. Le he esperado más de media hora. Quíteme la ropa, dóblela con cuidado y póngala en el armario. Ahora desnúdese y abráceme. Que no puede, vale, ¿quiere quedarse sin empleo? ¡Ah! ¡Así está mejor! Desabrócheme el sostén y bájeme las bragas. Móntese y sea cuidadoso. No se deje llevar por la pasión. Sentí algo extraño. No era como una mujer normal, parecía sintética y algo le vibraba en la entrepierna. Su piel era gruesa, poco natural. Fingió un orgasmo, se duchó, se vistió, no me miró y habló de cosas superficiales. Estaba por marcharse cuando se acercó a la cama y me dijo que cada semana tendríamos que vernos en esa habitación, que era mi recompensa por el esmero en el trabajo. 

Luego, noté que lo que me había impregnado Pilar, era un lubricante graso de aspecto industrial. Tenía la sensación de haber estado con una muñeca de goma.

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