Me gusta la bicicleta. Me gusta pedalear. Ir viendo el mundo a dos ruedas, yendo más rápido de lo que podría ir caminando o corriendo. Contribuyo prestando un servicio que en estos tiempos resulta esencial. Me siento orgulloso siendo útil. Soy domiciliario.
Acabo de llegar al lugar en donde debo dejar el primer domicilio de hoy: un desayuno completo. Después de entregarlo, y cuando estoy a punto de irme, veo la cara de la cliente que corre y me grita que espere. El jugo de naranja se ha derramado. Sin primero cuestionarme, me responsabiliza. Del restaurante me dicen que ellos lo empacaron bien. De la APP (aplicación digital) me dicen que no pueden hacer nada. Resignado, doy el dinero del jugo a la cliente. La veo entrar a su casa mientras se bebe la parte del jugo que no se derramó. Más tarde, me entero de su calificación de mi servicio: una estrella.
Las calificaciones van de una a cinco estrellas: una, significa pésimo servicio; cinco, excelente servicio. El promedio de las calificaciones determina la cantidad y calidad de servicios que el algoritmo de la APP asigna a un domiciliario.
Me gusta servir a la gente, me gusta ser bueno en lo que hago. Sonrío y trato bien a los clientes no esperando una calificación alta; disfruto siendo amable.
El segundo domicilio del día me paga tres mil pesos colombianos (menos de un dólar estadounidense). Había esperado más de media hora sin que apareciera un domicilio, por lo que decido aceptarlo. Solo después de haber recogido la comida y ya estando en dirección al destino, me doy cuenta de que tengo que llevarlo a Chapinero alto, la zona montañosa de la ciudad. No es fácil llegar en bicicleta. Me toma media hora llegar al lugar. Llego sudoroso, con la respiración agitada. El cliente no escucha mis palabras – que explican la tardanza –, recibe el pedido de mala gana y se aleja remilgando por su comida fría.
En un día de trabajo gano unos sesenta mil pesos colombianos (poco más de quince dólares americanos). Muchas veces el pago por domicilio versus al esfuerzo empleado es irrisorio. Para asignar la tarifa del domicilio la APP solo toma en cuenta la distancia y no las subidas o dificultades del terreno.
Por las noches llego a casa más que extenuado. Me siento delgado y débil; para la gran cantidad de actividad física que hago no estoy consumiendo la cantidad suficiente de comida. Me miro al espejo y veo ojeras, también me han empezado a salir manchas en cara y manos debido a la exposición al sol. Hay días de hasta cien kilómetros recorridos y de hasta diez horas subido a la bicicleta.
Me gusta el deporte, siempre me gustó. Tengo buen estado físico y disfruto retarme: subir cuestas, mejorar tiempos. Me gustan los trabajos que me permiten mantenerme activo y en movimiento.
Son las once y media. Opto por almorzar de una vez. Me siento en el banco de un parque: cualquiera, el más cercano. Me acostumbré a la comida fría. No desactivo la App mientras engullo rápido. Me asignan otro servicio, por lo que dejo el almuerzo a la mitad y me apresuro a recoger el nuevo pedido.
Tengo que aceptar domicilios que muchas veces no me convienen (por distancia, momento del día, etc): el algoritmo de la APP no ve con buenos ojos los servicios rechazados.
Me gusta no tener un jefe. Me gusta administrar mi propio tiempo. Me gustan los empleos en los que puedo empezar y terminar el trabajo cuando yo decida. Me gusta la autonomía; la presión por cumplir una tarea debe venir de mí mismo y no de un “superior”.
Recojo el domicilio y empieza a llover. El atavío del poncho impermeable, el suelo mojado, el tráfico que se complica: no puedo ir muy rápido. Estoy a diez cuadras del lugar de entrega cuando se revienta el neumático delantero. En medio del andén, y sin dejar de mojarme, retiro rápidamente el neumático y trato de repararlo. No puedo. El agujero por el que sale el aire es muy pequeño y no logro encontrarlo. Empiezo a impacientarme. Llueve más fuerte. Me llama el cliente. Me escriben de la APP. Sigo sin ser capaz de arreglar la pinchada.
Se acerca alguien a ayudarme. Él solo encuentra el pequeño orificio por el que se sale el aire. Entre los dos terminamos de arreglar el neumático. Me distraigo guardando las herramientas en la mochila. Veo cómo el desconocido se aleja con mi bicicleta antes de entender lo que está pasando.
La APP no se hace responsable por defectos en el vehículo que el domiciliario usa para prestar el servicio. Mucho menos por un robo.
Me gusta desarrollar habilidades diferentes que se complementen con mi trabajo. Busco ser autónomo y resolver los problemas que surgen por mi cuenta, pero también sé recibir ayuda de los demás; soy consciente de que algunas veces la necesito.
Decido terminar la entrega. Camino las diez cuadras bajo una lluvia torrencial. Llego empapado a pesar del poncho impermeable. Han pasado dos horas desde la generación del servicio. El cliente ni siquiera quiere salir. Deja recado con el vigilante del edificio: no recibirá nada, ha puesto una queja con la APP y pide la devolución del dinero. No discuto.
De la APP me dicen que debo asumir el valor de los productos y, sin haber preguntado el motivo de la tardanza, descuentan el dinero de mi saldo. No discuto.
Me siento en el banco de un parque: cualquiera, el más cercano. Apago el teléfono. Deja de llover y el sol toma el mando: seca mi ropa y me calienta el cuerpo. Saco la hamburguesa, las papas y la Coca-Cola. Disfruto de los sabores sin afán.
Me gusta sentirme digno. Me gusta que el pago por lo que hago se ajuste al esfuerzo hecho. Me gusta la gratificación de los demás. Me gustan las garantías y el trato justo.
Hoy mismo renuncio a ser domiciliario.
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