Soy el único empleado que queda en la empresa. Por eso, nadie habría impedido que ocupara el despacho de la esquina, ese que tiene un sofá donde echar una cabezadita, una máquina de café y una neverita con bebidas. En cumplimiento de mi misión recorro todas las mañanas los pasillos desiertos, mirando por las puertas abiertas las mesas llenas de papeles desordenados, los ordenadores apagados, alguna taza de café abandonada. Es como si hubiera caído una bomba de neutrones arrasando con cualquier traza de vida, pero conservando intactos muebles y otros objetos. Siento como si fuera el amo de todo el edificio; pero no, no se me ocurre entrar en los aposentos que ocupaba el jefe antes del día en que lo perdimos para siempre. Porque está allí esa extraña hendidura llena de luces brillantes que parece que va a atraerte hacia el vacío.

Fue al volver de unas vacaciones navideñas cuando El Iluminado nos empezó a hablar de su “Visión 3.0: Automatización 360 grados”. Para el año 2030 quería que la empresa estuviera en la cumbre de las nuevas tecnologías. Quería llenar aquello de máquinas capaces de aprender, conectadas a sofisticados sensores que distinguirían mil veces mejor que un humano imágenes, sonidos, olores, sabores y texturas. Unas máquinas que se ocuparían de nuestro trabajo más tedioso, mientras que nosotros nos podríamos dedicar a pensar estrategias, a negociar a alto nivel y a disfrutar en comilonas donde se tomarían las decisiones importantes. Y el muy cretino ponía el ejemplo de San Isidro que rezaba fervoroso mientras los ángeles bajaban del cielo y le araban las tierras. Así igual, nosotros reflexionaríamos sobre nuestros objetivos futuros y entre tanto los computadores, no bajadas del cielo, sino importadas de China, redactarían los informes, archivarían los documentos y acosarían con llamadas amenazantes a los deudores.

El proyecto piloto se lanzó con un equipo escogido entre los más ociosos y los más aduladores. Tipos que en su vida habían dado un palo al agua empezaron a llevar la voz cantante en todas las reuniones, explicando mediante diagramas incomprensibles lo que pretendían y cómo iban a lograrlo. Operarios fueron tirando cables por pasillos y oficinas e instalando en cualquier rincón libre infinidad de máquinas pequeñas con muchas luces que parpadeaban. Y luego instalaron aquello que no sé definir en la sala de espera del jefe.A los más incautos les hizo mucha gracia que al llegar al despacho, una voz que venía no se sabe de dónde informara de las noticias más importantes del día, les pusiera al día de los últimos cotilleos, y, con solo una breve instrucción, reservara los billetes idóneos para el próximo viaje de trabajo, ofreciendo un hotel en un parque a aquellos que querían un sueño tranquilo, o uno en la zona más caliente del centro a aquellos que preferían disfrutar las tentaciones de la noche. Cada vez fueron más los seducidos por las enormes ventajas del proyecto. Al principio, bastaba susurrar unas pocas palabras clave para que, pocos segundos después, la pantalla más cercana presentara el informe completo con párrafos, tablas, gráficos e imágenes. Poco a poco esas palabras necesarias para lanzar el proceso fueron disminuyendo y hasta llegó el momento que la reflexión silenciosa del experto, o ni siquiera eso, desencadenaba el documento pertinente y acertado.

De vez en cuando aparecía algún texto que expresaba ideas bastante diferentes de las que se esperaban del autor; pero nadie daba a esto mayor importancia. Incluso algunos lo consideraban prueba de la falibilidad de aquella inteligencia tan artificial. Obcecados como estaban, ni se pusieron en guardia cuando unos errores en las previsiones de ventas crearon un agujero financiero que costó el puesto a los responsables de la contabilidad. Tampoco nadie hizo las –a posteriori evidentes- deducciones cuando el asistente del Director General, conduciendo hacia su casa, como cualquier otro día, se metió por una dirección prohibida y acabó estampándose contra un árbol a una velocidad insólita para alguien tan tranquilo como él. Hasta alguno bromeó ingenuamente cuando al mismísimo Iluminado se le ofreció la oportunidad de irse a una delegación que al parecer íbamos a abrir en el corazón del continente africano. Nos dijeron que los nuevos jefes nos atenderían incansables, pero desde la distancia.

Sí empezó a cundir la alarma cuando una auditoría virtual, realizada mediante un análisis de cifras masivas, usando sofisticados procedimientos informáticos que nadie conocía, concluyó taxativa que toda la división de ventas era superflua y lanzó el ERE correspondiente.

Pero ya era tarde para reaccionar. Entre despidos, accidentes fortuitos, traslados obligatorios y enfermedades síquicas, la plantilla se ha ido reduciendo, si bien la actividad ha permanecido boyante. Los pedidos a fábrica se han disparado y los tiempos de producción son cada vez más cortos. Aunque es también cierto que, desde que se fue el jefe financiero, avergonzado al difundirse por la red interna unas escenas tórridas con su secretaria, no hay quien sepa de verdad el estado de las cuentas.

Y así hemos llegado poco a poco al día de hoy. El mes pasado, a mi último compañero, el conserje que repartía un ya inexistente correo, y se encargaría de recibir a algún visitante que por error viniera, le llegó el esperable finiquito. Y desde entonces estoy yo solo, paseando por estos pasillos siguiendo un patrón que me especifican cada jornada, con el destornillador en la mano, para asegurarme de que ninguna máquina se atasca. Cumplo así con esta rutinaria tarea que me asignaron esos nuevos jefes que no conozco en aquella comunicación audio con sus instrucciones, cuando me prometieron que mientras los computadores estuvieran bien atendidos, mi puesto no peligraría.

Aunque esta mañana, un camión de reparto ha descargado una caja grande y unos operarios han montado el contenido. El cacharro ha comenzado a desplazarse por el edificio. Es una especie de cilindro con ruedas del que salen varios brazos. Uno de ellos lleva un destornillador.

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