Acariciaba la suave curva de sus senos bajando lentamente. Las marcadas curvas de la cintura de ella acentuaron la caída de sus manos hasta su cadera, donde reposaron durante unos segundos oprimiéndola nerviosamente. Él no se detuvo y continuó, anhelando, hasta caer por sus muslos, apreciando cada milímetro de su sedosa piel. Ella era perfecta. Y él se lo hacía saber.

Se levantó para mirarla a la cara, susurrando delicados conjuros de amor que desgraciadamente ella no podía oír, pero quizá sí podía sentir. Él se reflejaba en sus incognitos ojos, grises como la arcilla que la componía. Barbudo, desaliñado y delgado, por todo el tiempo de negligencia hacia sí mismo, tiempo suyo que otros consideraban que desperdició, pero dio vida a otra de sus preciadas esculturas, tenía ante sí, a su propia Afrodita y su corazón le prometía que ella era real, ella era suya.

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