Mi compañero de la fábrica de piezas de motor me dice que necesita las horas extra. Yo le respondo que a mí me sobran incluso las cuarenta semanales. Mi compañero me la devuelve llamándome perezoso. Yo le digo que no me duele el esfuerzo físico, sólo la muerte en vida, el trabajo mecánico y el autismo de no poder hablar con nadie, sólo a sorbos como ahora, a escondidas del merodeo incesante del encargado, encerrados en nuestra mente. Él me dice que valen la pena esas horas para tener más dinero. Yo le digo que más dinero son más tonterías que no necesito. Él me responde que por dos minutos de éxtasis bien valen la pena esas horas de más. Yo le digo que mis minutos de éxtasis no salen tan caros. Él se calla y no se si gano o pierdo la discusión porque veo que ha visto aparecer a nuestro depredador natural. «Disculpe, señor encargado» le escucho decir antes de desaparecer y dejarme frente al rostro agrio de un tipo que me pregunta si no tengo nada que hacer.

Le recuerdo ahora que le tengo delante porque aunque está sentado frente a mí. Los años que hemos dejado entre esa escena de trabajo y esta de cafetería y ocio nos han transformado. Ángel tuvo sus éxtasis, su huida del tedio y del país, su regreso a España en un trabajo mejor. Y vino con una española a la que fue a conocer a Londres. Y disfrutaron de sus momentos dulces. Y luego él tuvo algunas operaciones en la cabeza. Una mancha junto al ojo que le extirpaban y luego crecía otra vez y que siempre le dejaba con un poco menos de memoria. Y ella le abandonó. No sabe por qué o no lo recuerda. «Ya te he dicho que no tengo memoria, no afinaron con lo del tumor y se me han llevado mucho cerebro«, se ríe él por no hacerme llorar. Y algunos de sus amigos también le dejaron. Por el mismo motivo. Porque no se acuerda. Porque perder la memoria ya es como dejar de ser tú mismo un poco. Porque a la gente no le gustan las personas que vienen con un drama. Prefieren animar de lejos para no contaminarse de tristeza. No es una crítica.

Tomamos café y quedamos para la siguiente. Aunque aún le recuerdo trabajador aficionado al exceso de trabajo. No me quiero tomar el último sorbo de un café que ya es casi un mero poso de azúcar sin preguntarle si recuerda eso, sus minutos de éxtasis. Siempre quise saber qué le daba tanto placer. Qué costaba tanto dinero que tenía que trabajar el doble que yo, constante escaqueado de los Sábados y festivos a los que nunca acudí voluntariamente.

Pero Ángel se encoge de hombros. No recuerda esos minutos. Recuerda más el trabajo. «Un asco, me trataron fatal, por eso me fui a buscar la vida en Londres para aprender inglés y ser un poco menos cazurro, buscarme algo mejor. Creo que lo conseguí. un tiempo al menos. Así que ya sabes. No deberías trabajar tanto. No te lo van a pagar«.

Yo apuro el café. Le veo levantarse desorientado. Mira su móvil por si tiene alguno de esos avisos que colecciona. Ya no puede depender de sí mismo. Necesita que le digan incluso dónde está. aunque me asegura que se está reponiendo y que hace tiempo que la mancha no ha vuelto. La esperanza es lo único que no olvida.

Y le veo desaparecer en el tren que se lo lleva a su casa. Con los padres con los que ha vuelto. Tampoco puede conducir un coche.

Yo me voy caminando a casa. A pesar del frío. Casi sin querer paso por la vieja fábrica dónde nos conocimos. Me da escalofríos recordarla. Supongo que fue mejor de lo que recuerdo y tuve mis buenos ratos pero no era un lugar como para sentirse vivo. Yo allí también tenía mis dos minutos de éxtasis, puede que más. Cuando sonaba la sirena que nos decía que el turno había terminado y como animalitos amaestrados de circo podíamos salir al recreo. Hasta el día siguiente o después del fin de semana. Entonces el éxtasis duraba más. Y era gratis.

También le recuerdo de fiesta, presto a invitar a todo el mundo, bebiendo, con la cartera en la mano como si el dinero que llevaba le estorbase más de lo que le proporcionaba placer.

Y también recuerdo aquella noche en la que decidió romper con la fábrica, con el jefe, con sus compañeros, con la copa de cerveza que estaba bebiendo y largarse dónde los ingleses por marcarse un objetivo pero no por preferencias personales. Como si en mitad de un mal sueño de borrachera hubiese descubierto que las casi setenta horas de trabajo semanal viendo el baño de las piezas o su correcto horneado, no dieran la felicidad. Ni el dinero el éxtasis.

Lo curioso es que nunca le he visto tan contento como ahora que ya no aspira a hacer más horas. Sólo a recibir el cheque por su baja indefinida.

También me sorprendió diciendo que no trabajase tanto. Yo, que hago lo justo para vivir. Casi estuve a punto de recordarle nuestras viejas conversaciones. Que me diera la razón. Pero a quién le importa. Y la sonrisa irónica al pedirme que no trabajase tanto me dice que recuerda más de lo que aparenta.

Creo que los dos mejores minutos que le he visto vivir fueron esos en los que rompió la copa que llevaba en la mano y me confesó que se iba a Londres. Cuando despertó.

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