La vieja Leonor no era querida por las pupilas del hogar Santa Fe porque hacía gestos desagradables, cuando las niñas se comportaban inadecuadamente. Que si no querían tender la cama, arreglar el armario o asear el baño comunitario, que si contestaban groseramente cuando eran reprendidas por la directora del plantel, doña Rosario, o por su capellán, el padre Luis Juan, que si escapaban a menudo de la casa para encontrarse con chicos con los que coqueteaban o que si hacían groserías a las parejas que las visitaban, deseando con todo su corazón encontrar ahí a la niña de sus sueños y tomarla en adopción. Por todos estos desajustes la vieja Leonor se encolerizaba al grado de preguntarse todos por la razón, cuando ella tan sólo era la encargada de la cocina. Sí, exacto, la cocina. Leonor preparaba los alimentos deliciosamente, desde el desayuno, hasta la última merienda.

Las niñas se percataban de su cólera y por eso malas, le hacían bromas pesadas; verla iracunda era para estas perversas una distracción. Un día Leonor se encontró con que su faldón había sido partido en tiras, no sabe en qué momento, porque según contaba, al ponérselo ella al amanecer, estaba tan pulcro y completo como cada prenda que usaba. Y es por la tarde que se había dado cuenta de que había andado como andrajosa por toda la casa, exhibiéndose así ante todos, los residentes y los visitantes de ese día al lugar, entre los que para su mala fortuna, se había encontrado la mismísima reina, que solía llegar por sorpresa para ver cómo aquellas niñas que se habían quedado de manera fortuita sin familia, crecían y se desarrollaban. -¡Qué vergüenza! – pensó esa tarde Leonor. Otro más, sentándose a tomar la deliciosa cena que había preparado, se halló embadurnada toda en miel que las niñas habían puesto sobre su silla, quedándose esa noche enojada al por mayor y sin cena.

Doña Rosario la reprendía porque el carácter se le había agriado.

-No podré contar con tus servicios, aunque la comida es excelente, si sigues así.

-Sabe usted que las niñas no son unos angelitos.

-Paciencia.

-Lo intentaré.

Sucedió una noche. La casa se había quedado sin electricidad. Con la ventisca el follaje de los árboles se desprendía de sus ramas y volaba a velocidad, estrellándose contra los muros y terminando sobre la tierra.

Doña Rosario había ordenado a las niñas cerrar cada ventanal de la casa y mantenerse todas juntas en la habitación que, careciendo de ventanas, se encontraba más protegida y resulta que al ir ella a revisar la parte de arriba, un árbol cayó sobre el techo del oscuro pasillo en el que caminaba, destruyéndolo todo.

El cadáver de doña Rosario había quedado ahí; no tardó la policía en dictaminar que la causa de la muerte había sido un desangramiento, provocado por heridas cuyo origen era incierto y los golpes severos que había padecido. No es para menos pensar que un tronco de cinco metros de diámetro podía matar a cualquiera, impulsado por la fuerza del viento que lo arrasaba todo, como un tornado.

Leonor se había quedado con las niñas e impedido que subieran a ver qué sucedía, cuando escucharon el tremendo golpe atestado por el tronco que había dividido la casa en dos partes. En un descuido, Inés se le había escapado, siendo que había subido por entre los escombros de las escaleras y descubierto ella misma el cuerpo de la directora, alzándose con un sonoro grito que se pudo escuchar por todas partes.

De hecho fueron los vecinos localizados a unos 8 kilómetros de la casona, quienes habiendo escuchado, solicitaron a la policía que inspeccionara el lugar, a fin de conocer los estragos del desorden iniciado por la ventisca y que indudablemente en alguna parte no tenía final feliz.

Y es que según cuenta la pequeña, al llegar al segundo piso y caminar entre escombros y desechos, pudo ver el muy dañado cuerpo de doña Rosario en medio de un charco de sangre y que en la tenebrosa oscuridad un felino muy negro se había movido con velocidad frente a ella, escapando por una de las ventanas abiertas de una habitación cuya puerta había sido derribada, y que al entrar en ella, vio que sus paredes semi destruidas llevaban sobre sí repetidas creaciones de la marca de un gato que aparecía como un grabado, con el cuerpo extendido, dejando su mirada bien puesta sobre aquellos ojos que depositaran la suya en él.

Al fin que después de realizadas las investigaciones, el malogrado cuerpo de doña Rosario fue enterrado. Y al quedar vacante la dirección, Leonor intentaba que la casa siguiera en funciones.

La reina acudió personalmente y fue cuando habló con ellas:

  • No hay nadie ya con disposición para hacerse cargo. Tendré que enviarlas a distintas casas…- dijo mirando al padre Luis, que se hallaba en la reunión.
  • ¡No! – gritaron todas.
  • ¿Por qué no?
  • Querríamos permanecer juntas…. – contestó Laura.
  • Me gustaría eso, pero no es posible.
  • ¿Y si conseguimos a alguien? – preguntó Inés.
  • ¿Tienes alguna propuesta?
  • Leonor… pienso que Leonor.
  • ¿La cocinera?
  • Ella misma.
  • No creo….
  • Ella nos conoce bien.

Fue así como Leonor terminó tomando a su cuidado a 7 pequeñas que si bien conocía, es cierto que a veces las odiaba.

Hasta ahora la vida en la casa ha sido productiva y fructífera. Las niñas han crecido en amor y esperanza por un futuro prometedor, y a pesar de que saben que comparten su soledad en el mundo, también se saben cuidadas y amadas. Y ahora resulta que Leonor ya no es tan vieja; ríe más, sueña más.

-Sólo a veces me preocupo un poco – piensa Inés ahora, ya a sus 15 años.

– ¿Por qué?

– Cuando he visitado la habitación de Leonor, he descubierto una colección de fotos sobre la pared.

-¿Y?

– Pues que son puros gatos negros.

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