Sintió como un alfilerazo. Un dolor agudo y penetrante se agarró a su pierna izquierda a la altura del sóleo; aquella mamba negra que llevaba rato persiguiendo le había vencido. Kibwe apenas pudo ver el brillo de su cola ocultarse veloz entre las piedras.

—Estoy muerto —pensó.

Quedó paralizado por su error. Estaba sólo. Su ayudante había decidido quedarse a la sombra de la única acacia visible en centenares de metros, cerca del Land Rover que los trasladaba de un lugar a otro.

Ni toda su experiencia le sirvió para evitar esa derrota, pero no podía dejarse vencer por el nerviosismo y el miedo.

—¡¡Abdi!! —gritó, esperando que su escolta le socorriera.

Abdi dormía.

Dos gotas de sangre corrían por su talón sobre su piel negra y curtida por el sol y el polvo. Un hormigueo frío comenzó a invadir su pierna, a ascender imparable hacia los brazos hasta llegar a los dedos. Kibwe sabía que enseguida comenzaría a tener dificultad para ver con claridad; lo había vivido en otras ocasiones. Debía llegar rápido al vehículo para que Abdi lo acercase a un puesto sanitario y detener los efectos neurotóxicos de la mordedura. Pero esa mañana se habían alejado más de lo que aconsejaba la seguridad.

—¡¡Abdi!! —volvió a gritar mientras el color rojizo de la arena cubría cuanto veía.

El sudor intenso y pesado de Kiwbe boqueaba ya su pensamiento, empapaba su macawi azul y conseguía nublar su vista. Poco a poco se diluían sus fuerzas.

Sabía que cuanto más rápido caminara, más deprisa se apoderaría aquel veneno de su cuerpo. A unos cincuenta metros de la acacia donde reposaba Abdi, su saliva era ya áspera, pegajosa y gruesa. Kibwe sintió que uno de sus ojos se cerraba.

—¡¡Abdi!! —reclamó de nuevo.

Abdi se levantó de su siesta, sorprendido de que Kibwe volviera tan pronto de su cacería. Al ver cómo se tambaleaba, cómo se quedaban por el camino el saco de arpillera y se estrellaban contra la tierra sus pequeños botes recolectores, se levantó a toda prisa.

—¡Me atrapó, Abdi! —fue lo único que Kibwe pudo decirle antes de perder el control de su boca y su lengua.

Ese era el riesgo que corrían los cazadores de serpientes, y el tiempo galopaba en su contra; Abdi debía pensar deprisa, pues la vida de Kibwe dependía de su acierto en la elección de la ruta para llegar a un médico.

El terreno del valle de Nugaal era difícil, con estrechos cauces resecos por la exagerada sequía y onduladas colinas cubiertas de matorrales espinosos y prados de hierbas secas. Abdi tenía dos opciones, ambas a más de una hora de viaje, lo que apuntaba que ninguna de ellas salvaría la vida de Kibwe.

Debía pensar más rápido aún.

Abdi puso el Land Rover camino de Aynabo, rogando que el dispensario estuviera abierto. No se podía permitir el lujo de perder a su mantenedor, le perseguiría la mala fama y eso le generaría la ruina de por vida. Agarró fuerte el volante y no miró hacia atrás; en menos de veinte minutos estaría a las puertas de aquella cabañuela con techo de uralita.


Con la mascarilla de oxígeno que le había colocado su ayudante, Kibwe mantenía los ojos abiertos con dificultad, su salivación aumentaba y notaba cómo disminuía su control muscular.

—Esto es lo que Amira siempre temió —pensaba.

Porque Kibwe no siempre fue cazador de serpientes. Desde bien niño comenzó a cuidar del ganado del clan y, en las épocas de follaje generoso, recorría el valle de oriente a occidente hasta llegar a las puertas de los acantilados de Karkaar. Era feliz atravesando un año y otro la distancia entre las afueras de Taleh, donde nació, y la orilla de las aguas del golfo de Adén.

Adulto ya, desde Taleh, el clan se mudó a Yeyle. Kibwe tomó esposa, Amira, y ambos tuvieron cinco hijos; cuatro niñas y un niño, Ahmed, el más pequeño. No fue muy afortunado con los descendientes porque, como rezaba un proverbio tristemente aceptado, las niñas eran como condena cierta a una muerte perezosa, inhumana e invisible.

—Peor que una desgracia —decía Mamá Nuuro, la madre de Kibwe.

Y, en medio del proceso de crianza de los hijos, llegó una macabra sequía, esa que persigue hasta extenuar la vida y dejar seca la piel del ganado sobre la arena violenta y abrasadora, volviéndolo todo árido y tenebroso.

Se tornó difícil la convivencia entre los pueblos, los clanes y la gente extranjera con asaltos y combates. El clan de Kibwe tenía que emigrar, huir de la zona a un lugar seguro y, para ello, debía supeditarse al control de los traficantes. A Yubuti los trasladaron, pero Kibwe tuvo que aceptar quedarse y pagar el coste del traslado. Y así fue cómo el cabecilla de los traficantes le propuso un negocio.

—Un laboratorio precisa veneno de serpientes para sus experimentos —le dijo—. Les extraes el veneno, lo colocas en un frasco de cristal y listo —propuso—. En un año, puedes reunirte con tu familia.

Esa fue su forma de ajustar la deuda. A Kibwe no le quedó otra salida.


A la entrada de Aynabo, un perro al que podía vérsele el esqueleto se cruzó ante el vehículo. Abdi consiguió esquivarlo derrapando con el Land Rover.

Los síntomas de Kibwe eran ya letales; parálisis de sus miembros, convulsiones y serios problemas de respiración.

Abdi estuvo a punto de volcar cuando cruzó la carretera, camino del dispensario. El consultorio estaba a la vista y por fortuna había movimiento a su alrededor.

A Kibwe se le bloqueaban los músculos, se asfixiaba. No le llegaba oxigeno y hasta las fuerzas le abandonaban.

Abdi frenó en seco ante la puerta, levantando una polvareda que cegó los ojos de los que caminaban cerca.

—¡Ayuda! ¡Picadura de mamba! —gritó hasta enronquecer.

Corrió hacia la parte de atrás, tomó a Kiwbe por los hombros y vio su mirada perdida; su pecho había dejado de agitarse.


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