La chica de la nota

La chica de la nota

La llamo «la chica de la nota». Viene todos los días a primera hora al banco donde trabajo, saluda sonriendo con un maravilloso «buenos días», me entrega una nota escrita con la cantidad que debo reintegrar de la cuenta de su jefe, firma, coge el dinero y se marcha.

Desde detrás del mostrador de la caja, supongo que con cara de bobo, observo cada día todos y cada uno de sus movimientos desde que al llegar pulsa el timbre de la puerta para que le abra, hasta que desaparece por ella al marcharse.

Tiene los ojos azules y un largo pelo negro, que siempre lleva suelto. Suele vestir un suéter ajustado con un escalofriante escote y una falda corta y estrecha, que le permite exhibir sus piernas perfectas. Un problema, ya que mi imaginación se dispara como un cohete en nochebuena. Aunque todo parece normal, hoy se me antoja diferente porque me parece que viene aún más divina que otros días. Se inclina sobre el mostrador y me entrega la nota con una sonrisa cautivadora:

Haz lo que te digo y todo saldrá bien. Apaga tu teléfono. Coge el dinero que haya en la caja fuerte y lo traes aquí preparado para su transporte. Escribe con rotulador en una esquina de la mesa «He sido secuestrado». Procura que tu letra parezca insegura. Cuando lo hayas hecho, guarda esta nota en tu bolsillo y sal a la calle delante de mí. Gira a la derecha y sube al Opel negro de mi jefe que tiene el motor en marcha. Yo conduciré. No te arrepentirás.

La miro, sonríe y me tiemblan las piernas. Hago al pie de la letra todo lo que me pide en su nota y en tres minutos volamos en el Opel de su jefe por una carretera secundaria con todo el dinero de la caja fuerte.

—¡Seguro que nos cogen! —grito histérico cuando soy consciente de lo que hemos hecho, aunque, como hipnotizado, sigo sin poder apartar la vista de sus piernas, aprovechando que lleva la falda un poco más arriba de la cuenta.

Ella sonríe. De un tirón se deshace de la peluca negra y con la yema de su dedo meñique derecho se quita las lentillas. Ahora tiene el pelo corto de color castaño y sus ojos son marrones, pero no importa; sigue siendo perfecta.

—¿Qué te decía en mi nota? No te arrepentirás… ¿No? Espera y podrás comprobar que yo siempre cumplo mis promesas —dice mientras me entrega dos billetes de avión y dos pasaportes falsos, con su cara y la mía.

—Eso espero —acierto a responder, mientras leo en los dos billetes: «Destino: Brasil».

Miro atrás con los nervios de punta. Con el movimiento del coche, la bolsa se ha abierto y sobre el asiento trasero veo algunos fajos de billetes de quinientos. Dentro de la bolsa hay muchos más. No sé. Tal vez varios millones de euros.

Sale de la carretera para adentrarse en el bosque y conduce por un camino estrecho flanqueado por árboles muy altos. Al final del camino aparece un claro y en él, una pequeña cabaña de madera. Detiene el vehículo, coge la bolsa del dinero y me invita a que la siga. Una vez dentro arroja el dinero sobre sofá, entra al baño y yo me quedo paralizado en el centro del salón con los papeles en la mano, sin saber bien qué hacer. Sale al instante para detenerse frente a mí en actitud desafiante. Así me parece irresistible.

—Veo que eres hombre de pocas palabras y eso me gusta —dice sonriendo, mientras se quita la ropa—. Voy a tomar un baño… ¿Vienes? —añade, ya completamente desnuda.

Tiro los papeles junto a la bolsa y la sigo. A mi cincuenta y pico, ya era hora de que me tocara la lotería. Me lo merezco después de tantos años manejando dinero de otros, por un sueldo de mierda. No dejo de mirarla y ya no preocupa el robo, ni la fuga, ni el dinero, ni los de la Guardia Civil que seguro que andarán buscándonos como locos. Me recibe con un beso en la boca que me deja sin aire. Me siento como un embutido envasado al vacío.

—¿Hola? —Interrumpe su voz, mientras sus uñas tintinean sobre el mostrador con unos desagradables golpecitos.

Parpadeo varias veces para salir del trance intentando centrar mi atención, mientras ella me mira perpleja con sus inmensos ojos azules. Su sonrisa ha desaparecido.

—¡La nota…! ¡El dinero! Dónde habré puesto la nota… he debido guardarla antes de tiempo. El rotulador… —balbuceo.

—¿La nota? Ahí está, sobre la mesa —me indica sin poder disimular su extrañeza con una mueca, como pensando: «Pero qué le pasa hoy al tonto este».

Leo la nota, firma, le entrego la cantidad escrita en el papel para el negocio de su jefe y se dirige a la salida, al tiempo que yo siento mareos observando ese balanceo hipnótico. Hoy, como siempre, viste un suéter ajustado y una falda estrecha y corta.

Mi jefe se me acerca sonriendo. Apoya su brazo sobre mi hombro y dice: «¡Vaya mujer! ¿Eh?».

No respondo. Me limito a deslizar mi mano para tapar con disimulo la esquina de mi mesa en la que en algún momento, con letra insegura y usando mi rotulador, escribí: «He sido secuestrado».

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