¡Hello Astido!

En los años 70, yo vivía en Londres. Era mi primer trabajo pagado. Trabajaba, junto con otros amigos españoles, en una oficina de Ingeniería. Era una Ingeniería americana (bueno, debería decir estadounidense para ser políticamente correcto, pero ¡qué rayos!, entonces decíamos “americana”). La empresa tenía una oficina en Madrid y otra en Londres. Cinco pipiolos recién incorporados a la sucursal de Madrid fuimos graciosamente elegidos para pasar un año en la oficina de Londres. El sueldo (casi diría yo “la paga”) era más bien miserable, pero nos daba para ir tirando, compartiendo apartamento y viajando en Metro, por supuesto.

En mi despacho estábamos dos de los colegas. Era un despacho que parecía un aula. En una tarima estaba sentado el Jefe, mirando a todos los curritos, que nos sentábamos en tres filas de mesas de despacho de cara al mando supremo. En total unas nueve mesas. El otro español y yo estábamos los últimos en las fila más alejada del jefe (oye, mejor). El resto eran ingleses de más o menos experiencia. En la mesa delante nuestro estaba el secretario, Oswald, que tuvo la mala idea de morirse a mitad de año y fue remplazado por una señora con medias gruesas y un abrigo de piel de cordero vuelta y que hablaba con un acento Cockney absolutamente incomprensible. Decía que los franceses eran gente muy extraña que comía caracoles (lo de caracoles, “snails”, lo decía con una cara de asco indescriptible) No estoy muy seguro que no pensara que todos los del continente fuéramos de la misma calaña, por lo que la cara de asco se nos extendía a mi colega y a mí.

Vamos, que éramos un despacho bien avenido.Algunos colegas llegaron incluso a aprenderse de manera aproximada mi nombre: “Isidor”, lo cual ya estaba bastante bien. Bueno, todos menos Bill. Bill era el más “senior” de todo el grupo y siempre esbozaba una media sonrisa torcida. No era mal tipo. El único problema es que los nombres no se le daban nada bien. Al principio me llamaba “Asteto”. Pero bueno, me acostumbré. Al cabo de unos meses se le debió iluminar una lucecita en su cerebro y comprendió que esa no era la pronunciación correcta de mi nombre, así que un buen día pasó a llamarme “Astido”, mirándome con una sonrisa cómplice.

El horario de oficina era de lo más estándar. Entrábamos a las nueve y nos marchábamos a las cinco de la tarde, pero cuando digo “nos marchábamos” era una auténtica desbandada: todos a la vez. En cambio, lo de llegar no estaba tan claro. Todos sabíamos que el tren del jefe llegaba a las 9.30, así que lo importante era llegar antes que él. La costumbre, si por algún motivo ibas a llegar tarde, era llamar por teléfono explicando la excusa, etcétera.

Un día, a mí se me hizo tarde y llamé. Se puso Bill al teléfono. Dije “Hello Bill, I am Isidro”. Bill dijo:

-¿Quién?.. –Isidro.. ¿¿¿Quién??? – ¡Isidro!

Nuevo ¿“Quién”?.

Tuve una iluminación y le dije ¡¡¡Astido!!!

– ¡¡¡Oh!!!, ¡¡¡HELLO ASTIDO!!!,

Pude sentir la sonrisa satisfecha de Bill a través del auricular.

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