Faltaba un mes para volver a mi silla negra con respaldo anatómico, un mes para sentarme frente a mis dos pantallas y volver a manipular mi teclado que tras la limpieza exhaustiva que le había hecho ya no sonaba igual. Echaba de menos mi oficina, llena de color y de sonrisas, de personas nerviosas, amables, exigentes, de todas las clases y colores.

Sólo un mes para volver a saludar a Pedro, un hombre tranquilo, trabajador y humilde, a María, siempre sonriente y a Cristina positiva y generosa, estaba deseando regresar para contarles, a todos, lo que había supuesto para mi ser madre.

Algo sonaba a lo lejos, apenas podía identificar el sonido, mi oído, al máximo nivel, intentando descifrar que era aquella musiquilla sin lograrlo. Por fin averigüe que se trataba de mi móvil, con el volumen al mínimo por si mi niño de tan sólo 4 meses se despertaba.

Fui rápidamente a la cocina, cogí el móvil con una mano mientras hacía carantoñas a mi hijo.

Me llamaban de la oficina, tenía que pasarme por la tarde por allí para arreglar unos papeles, su voz, taciturna, no me proporcionó seguridad y me hizo pensar que me bajarían de nuevo las horas, de 40 horas semanales ya me habían bajado a 24 y me temía que volverían a quitarme horas.

Me duche, me preparé para ir y llegué. Allí estaba mi jefa, con dos papeles en la mano, seria, esquiva y nerviosa. Sus manos no paraban de moverse, sus ojos, el reflejo de que algo no iba bien.

Me senté mirándola a los ojos comprobando que eso le ponía aun más tensa,- cuéntame. – le dije.

Subió la mirada, me agarró la mano y alabando todo el trabajo que había hecho me ofreció un puesto de dirección.

No entendía nada, ¿un puesto de dirección?, ¿Qué había pasado con Jorge?, estaba asustada, distraída, callada en un silencio incomodo, mil imágenes corriendo por mi cabeza entre las que aparecía mi hijo sólo, llorando, estaba intentando buscar una respuesta a ese ofrecimiento, hasta que me dijo – Piénsalo y en unos días me dices.

Salí de allí confusa, con miedo, nunca me había sentido así. Cogí el coche y sin muy bien saber a dónde tenía que ir, fui, hasta llegar a casa.

Mis ojos cansados de no dormir, mi cuerpo aturdido y confuso y mi mente inquieta preguntándose, ¿y ahora qué?, todo eso entre lactancia y lactancia.

No podía rechazar la oferta, estaba decidida, ¿a cuántas mujeres en la baja maternal les ofrecen un puesto de dirección? No tenía ni idea, pero intuía que no muchas, ese trabajo lo llevaba esperando años, era la oportunidad de mi vida.

Agarré el teléfono decidida para llamar pero César no paraba de llorar, le daba teta y se callaba un instante pero enseguida comenzaba de nuevo a quejarse, ¿me querría decir algo? ¿estaría entendiendo que ya no pasaría tanto tiempo con él? Imposible, cosas mías.

Esperé a que se durmiera para llamar, y así lo hice, mientras observaba como dormía César, marqué y esperé, ahí estaba él, dormido como un ángel, desde que había llegado a mi vida lo había puesto todo patas arriba, mis hormonas, mis horarios, mis amistades, todo, había trastocado toda mi vida, pero le miraba, sin poder apartar la vista de él, sus ojos, su pelillo a medio salir, su sonrisa, le amaba.

Contestaron de la oficina y sin pensarlo colgué, de nuevo me empezaron a surgir dudas, miedo a dejar sólo a César, miedo a no dar la talla en el trabajo cuando apenas dormía, apenas podía concentrarme en otra cosa mas que en él, una sensación inundó mi cuerpo, por dentro, sin apenas poder respirar, como si se encogiera mi mundo y me encogiera yo con él, respiré profundo y sin darme cuenta comencé a llorar.

Busqué alternativas, no tenía que ser blanco o negro, yo quería el puesto pero no estaba dispuesta a sacrificar los ratos con mi hijo por un trabajo, quería las dos cosas.

Llamé a la oficina, hablé con mi jefa, le dije que sí, que estaba interesada en el puesto pero que tenía algunas cuestiones y dudas que solucionar con ella.

Nos vimos por la tarde, le expliqué mi situación con César, que no podría pasarme el día en la oficina y le propuse, como solución, ponerme media jornada o quitarme algunas horas. Suspiró, me miró a los ojos y con la expresión de “ya me imaginaba yo” me dijo – Lo siento, este puesto de dirección no se puede partir, si eres directora lo eres todo el día – su cara fue cambiando supongo que al ver cómo iba cambiando la mía, me entraron ganas de gritarla, de cogerla de la camisa planchada y limpia y ponerle un bebe en sus brazos, pero no un bebe cualquiera, uno que hubiera parido, cuidado y amamantado, ella no entendía lo que era ser madre, no comprendía mis ojeras, mis llantos, mis fuerzas infinitas, no sabía nada.

Días más tarde volvió a sonar mi móvil, de nuevo de la oficina, me reclamaban otra vez para ir a verles, de nuevo organicé mi vida y me presenté allí, quizás habían valorado de nuevo lo que les había propuesto, quizás se habían dado cuenta que era factible la maternidad con la vida laboral, fui contenta, positiva y receptiva y de nuevo allí estaba yo, enfrente de mi jefa, esperando lo que tuvieran que decirme.

– Como sabes, hemos intentado ofrecerte un puesto diferente, al rechazar dicho puesto me veo en la obligación de prescindir de ti – me dijo, así, como si tuviera cada una de las palabras preparadas, aprendidas al dedillo.Mi gesto perplejo, sintiéndome impotente, insegura y desbordada, firmé los papeles sin decir nada y me fui, a mi sitio, a mi oficina de colores, allí donde parecía no haber pasado el tiempo, con mis compañeros, sonrientes, abrazándome al verme por allí, saludándome y preguntándome por mi hijo, sin saber que aquél día era mi último día.

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