Al otro lado de la pared se escucha el tímido repicar de tenedores, risas relajadas y copas de cristal brindando. A mi lado de la pared, sin embargo, son más habituales el estruendo del lavavajillas industrial y los reproches entre camareros y cocineros. El sudor en mi frente, las manchas de comida en mi delantal y mi rostro fantasmal me delatan. Soy el lavaplatos.

Godofredo, el camarero rechoncho y de bigote frondoso, me lanza un grito gutural que brota de su yo más rupestre. Es la señal. Esos gritos anuncian que trae más platos para fregar. Al instante aparece cargando con las dos manos una pila torcida de platos; es como si Godofredo estuviera regalándome la Torre de Pisa. Los deja caer sobre el fregadero, es decir, mi oficina. Los platos que acaba de traer se acumulan sobre otros treinta platos. En una gran cesta, a su lado, decenas de cubiertos esperan para ser lavados. Por no hablar de los vasos, que en un extremo del fregadero aguardan como un ejército antes de la batalla. Cojo la pequeña manguera del salpicadero y empiezo a rociar los platos. El siguiente paso será fregarlos con la esponja. Mi brazo se agita febrilmente hasta acabar con cualquier resto de salsa y grasa. El lavavajillas industrial rematará la faena. Trabajo hecho. Soy el mejor lavaplatos de la ciudad.

Un nuevo grito de Godofredo. Más platos. Tres montones más. Muevo tan rápido la esponja sobre los platos que parece un colibrí. Otro grito de Godofredo. Malditos viernes. Ya no hay sitio en el fregadero, así que deja la nueva oleada de platos en el suelo. Mis ojos se mueven al compás del frotar. Estoy en trance. Giro la cabeza a mi derecha y solo veo platos. Han llegado más y los han ido amontonando hasta llegar al techo. Estoy rodeado. Es una cárcel de platos. Sigo escuchando los gritos de Godofredo aunque ya no puedo verle.

La montonera de platos sucios cada vez está más cerca de mí. Se mueve, tiene vida, me encierra. No puedo respirar pero sigo lavando. Soy el mejor lavaplatos del país. El ejército de vasos se ha quintuplicado y ya es más alto que yo. Los tenedores se enzarzan con cuchillos y cucharas por todos lados en una orgía metálica. Noto el aliento de los platos sucios en mi cogote. Quieren devorarme. Tengo que escapar de aquí. Sin dejar la esponja, me doy la vuelta y miro el muro de platos, desafiante. Me lanzo contra ellos con la cabeza por delante. Soy un búfalo en estampida por las llanuras americanas.

Los montones de platos empiezan a caer en todas direcciones. Estallan contra el suelo de forma inmisericorde. El ruido me recuerda a una bandada de pájaros que, a medio vuelo, se convierten en cristal y hallan su fin contra los adoquines de la ciudad. Detrás de los platos solo hay más platos. Godofredo está medio enterrado, solo asoma su cabeza. Su bigote me recuerda a una oruga. Ha enloquecido, profiere gritos sin cesar.

Salgo de la cocina. El restaurante también está lleno de platos sucios. Los comensales están rodeados de grandes columnas. Es un laberinto. Malditos viernes. Piso platos y más platos. Caen más montones y la destrucción es total. El restaurante empieza a inundarse de diminutos trozos de cerámica blanca y de pronto estoy rodeado de un banco de sardinas resplandecientes. Sus destellos son hipnóticos. Pero debo lavar los platos. Es mi misión. Soy el mejor lavaplatos del mundo. Agito el brazo con la esponja en todas direcciones, sin ton ni son. Me muevo como el bailarín de un ballet infernal. Cierro los ojos para que el poder de la esponja me guíe. Me deslizo por un tobogán de platos. Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy fuera del restaurante. Sigue habiendo platos.

Esta vez, sin embargo, se trata de un único montón. Alto, altísimo. Empiezo a trepar. Debo llegar a la cima de ese montón, no dejaré ni un plato sin fregar. Soy el mejor lavaplatos del Universo. Dejo atrás los rascacielos. Y las montañas. Miro sus cimas por encima del hombro. Ahora alcanzo las nubes. Lamen mi rostro como un animal lame sus heridas. Mis movimientos se ralentizan. Estoy saliendo de la Tierra y de la influencia de su atracción gravitacional. Hola, espacio, vetusto hogar de la nada. Cada nuevo impulso de mis brazos me propulsa cientos de metros arriba. Veo el último plato del montón, al fin. No me lo puedo creer. Río sin cordura alguna. No hay aire que transporte el sonido así que mis carcajadas son mudas. La locura sigilosa. Es la Luna. El último plato sucio de la montonera es la Luna.

Cuando llego a su superficie, froto como jamás había frotado antes. Los cráteres desaparecen bajo la furia de mi esponja. Cuando he limpiado la cara visible, me dirigo a la cara oculta. Allí froto con tanta fuerza que incluso hago desaparecer las sombras. Me convierto en un hacedor de luz. Toda la Luna es ahora una gran sonrisa blanca. Su superficie queda lisa y perfecta, más brillante que el Sol. He asesinado a la noche. Doy un brinco en dirección a la Tierra. La ingravidez me sostiene mientras desciendo, es un millón de hilos invisibles. La velocidad aumenta a medida que me acerco a mi planeta. Los platos se desintegran cuando traspasamos la atmósfera.

El impacto contra el restaurante es bárbaro. Saltan mesas, sillas, comensales, cubiertos, copas y, por supuesto, platos. Me levanto orgulloso y me sacudo el polvo. Voy a la cocina y friego los últimos montones de platos. Todos están ya limpios como el beso de una madre. Me quito el delantal y lo tiró sin mirar dónde caerá. Es todo por hoy. Malditos viernes.

Al salir del restaurante, miro la Luna. Está impoluta. Una sensación de orgullo baña mis sienes. Cuando me dispongo a irme a casa, una voz familiar me llama desde el restaurante. Es Godofredo. Hasta mañana, me dice. Hasta mañana, le digo.

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