Sonó la campanilla de la puerta y me pegué al mostrador. El hombre que había entrado era de apariencia tierna y ojos dulces, pero parecía bastante tímido. Pobre, le iba a costar acercarse a mí, pero soy una mujer paciente; esperé tranquilamente mientras él se paseaba por la tienda observando las flores. De vez en cuando se paraba frente a alguna de ellas, como embrujado por el aspecto de mis pequeñas –entiéndase que sigo refiriéndome a las flores– y murmuraba algo encantador. Luego me miraba fugazmente y hacía como que todavía investigaba.

Llegó a mi nariz un olor nuevo, era de carácter granado; suave pero con mucho cuerpo. Reconocí que se trataba de un perfume para hombres que ahora está muy de moda, y no podía ser de otro que de mi estudioso de las flores. ¡Ay… dulces hechiceras mías, que felices sois cuando os admiran tanto! ¡Sí, sí! Mi obsesión por estas frágiles criaturas bien podría deberse a cierto trastorno de la mente, pero entendedlo, ellas me permiten expresar mucho más que con las palabras, las cuales no se me dan bien y tengo mil faltas peligrosas.

Le he dado dinero a una persona para que escriba todo lo que ahora os cuento, y mientras esto se registra para la posteridad, yo estoy tirada en un sofá con las manos sobre el ombligo. Cada uno domina en su espacio, menos esos renacentistas modernos que todo lo hacen bien.

Pero volvamos al tema importante. Estaba anocheciendo y aquello parecía ir para largo. Mientras él seguía fingiendo extraordinario interés por mis flores de exposición, yo me metí en el cuartillo trasero y me puse a trabajar. ¡Oh, mi cuartillo! ¡Mi lugar favorito del mundo! ¡Siempre es de día y siempre huele bien! ¡Humilde santuario sagrado! –Mi querido escritor me mira raro porque no sabe si debe incluir esto. Me pongo seria y asiento un par de veces. Al pobre lo tengo despistado con tantas divagaciones–. Desplegué sobre la mesilla un enorme envoltorio transparente que sonaba como el mar. Me paseé entre mis flores preguntándome cuáles debían conformar la base del ramo y al final me decanté por un conjunto de radiantes rosas lavandas.

Probablemente, algún lector pensará en el sufrimiento por el que debo pasar cuando rebano el tallo de mis pequeños tesoros, imaginaos también el terror que deben sentir si me acerco con las tijeras, porque seguro que tiemblan cuando escuchan mis pasos y la puerta se abre; ¡mis dulces criaturas deben creer que soy la temible reina de corazones! ¡Qué cruel vulnerabilidad, la vuestra! … Ay, dios mío. Solo de pensarlo hace que me ardan las mejillas, porque para mí, todo eso supone un maravilloso ritual; un instante de éxtasis –el escritor tose; debe encontrarse mal. Qué amable haber venido igualmente. ¡Pero apunte todo lo que digo, por favor. Apunte!–.

Extendí los cadáveres sobre el plástico y busqué algo interesante para acompañarlos. Allí tenía unas hermosísimas calas en las que me fijé detenidamente. Lo digo de verdad, mis flores tiritan cuando clavo los ojos en ellas; la energía que recibo de vuelta es tan conmovedora que el pecho se me infla de sangre. Pero bueno, las calas, mis bellas calas de blancos collarines y sugerentes espádices dorados. Prometí que sería rápida con vosotras y así lo cumplí. Desde la época de los griegos esta planta ha tenido varias atribuciones, hoy día la reconoceríamos, quizás, por su halo de pureza, como los vestidos de novia, pero… ¿Acaso no se parece esta flor a un falo envuelto para llevar? En fin, que entre rosa y rosa dispuse un perfecto miembro de oro. Cubrí la base de los tallos con ramillas y le hice al conjunto una preciosa falda de plástico. Debo decir que me quedó un ramo digno de vitrina. La perfecta muestra de amor, cargada con la primitiva magia de los sacrificios y el beneplácito de los dioses. ¡Amén!

Volví al mostrador y los ojos del cliente brillaron al verme; al fin se había decidido a hablar.

– B-buenos días.– Ay, como le temblaba la voz.

– Buenas noches.– Sonreí.

– Vaya, sí. Que tarde es.– Rió nerviosamente. Yo me comporté con naturalidad.– Verá, estaba buscando algo para…

– Aquí lo tengo preparado.– Y le ofrecí el ramo.

Los labios se le despegaron tanto que ya imaginaréis la cara que se le quedó. Pobre mío, debió pensar de mí que era una brujita. Ah, pero no, nada de eso, ¿cómo íbamos a ignorar, yo y el lector, que ese hombre estaba enamorado? Este trabajo me ha enseñado a interpretar muchas señales, pero algunas son demasiado evidentes. Sé lo que mis clientes quieren antes de que me lo pidan, incluso aunque luego me cuenten algo totalmente distinto. También sabía que aquel caballero ansiaba acostarse esa misma noche con una mujer, y mi ramo sería la perfecta declaración de intenciones. Mi labor consiste en preparar un encargo a medida, porque ninguna de mis flores morirá en el lecho de un mensaje falso. No señor, las vidas de estas criaturas valen mucho para mí.

Al salir de la tienda y cerrar la cancela, el mismo hombre al que atendí pocas horas antes apareció detrás de mí con el ramo en brazos. No fue ninguna sorpresa, yo ya le estaba esperando. ¡Mi tierno admirador, que se encaprichó de mí una mañana cuando me encontró hablando con las flores!

– Lo siento mucho.– Le dije.– Pero a menos que le crezcan pétalos por el cuerpo, lo nuestro será imposible.– Tras marcharme, murmuré:–…Y no le convendría que eso pasara.

Ay, lector mío… ¿Qué habría sido de mí si no hubiese encontrado este trabajo al que le dedico tiempo y alma?

Mi escritor dice que se debe ir ya. Yo le comento que tiene un hermoso crisantemo tatuado en el cuello.

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