El dia de mi retiro

El dia de mi retiro

AGustin Villacis

02/05/2019

El sol se adentra en los nubarrones, mientras la neblina se despoja del verdor de la naciente primavera. Me levanto de la cama y enfrento el espejo, veo mis pocos cabellos grisáceos, parados como árboles de bosques en extinción, todos fijos por el gel que los mantiene firmes adornando el contorno de una autopista brillante que une mi frente con mi nuca. Un silencio agudo se esparce sigiloso por la casa, pienso en mi empleo, el sonido de mis pasos irrumpe en la madrugada solitaria, nublada, triste. Las arrugas de mi cara cubren las ojeras que adornan el perfil de mi mirada. En la ducha una cascada de agua fría me despierta, me congela. Me visto despacio, pues estoy de prisa, arrebatándole minutos al tiempo, cobrándole impuestos a la vida. La cafetera suena, es nueva, de esas que te avisan que tu café está listo. Esta máquina piensa por ti, sabe la temperatura que debe tener el café, el aroma que prefieres. Te lo cambia de acuerdo con el día. Hoy martes me toca el café brasilero, con olor a selva húmeda. Creo que algún día el café y las sodas llegarán a la casa por medio del grifo igual como llega el agua. Abro un poemario de Benedetti, me gusta leer un verso antes de salir a mi trabajo, me gusta el titulado “Hagamos un trato”. Un título sugerente, “Hagamos un trato”. En verdad, todo es un trato en la vida: en el amor, en el trabajo, en la amistad, todo es un convenio de intereses mutuos. No sé si aún queda algo que sea auténtico. Más aún: no sé si se puede encontrar a alguien que sea auténtico. Todo es silencio, los chicos ya no están, se fueron a volar su vida, y mi esposa cuida del sueño como el maquillaje más importante. Ella piensa que dormir le dará mas vida, yo siempre pienso distinto, pienso que dormir me quita vida. Si tan solo ella supiera que una hora de sueño quita un año y medio de vida. ¡Mira todo lo que se puede hacer en un año y medio de vida! Saboreo el último sorbito del café y me quedo con la frase del poema, que dice “Es tan lindo saber que existes”.

Salgo. Una llovizna cae lentamente, me gusta, es hermoso caminar con el paraguas, bajo la llovizna. Aun los comercios duermen, muy poca gente habita las veredas y las calles. En mi maletín llevo pocas cosas, es solo un adorno para parecerme al mundo, es de cuero italiano. Llego al frente de el edificio donde he trabajado por casi treinta y cinco años y me siento en un banquillo en el pequeño parque situado al frente.

Miro hacia el tercer piso, lleno de ventanales limpios y transparentes como agua de manantial de glaciar en verano. Se puede ver gente en sus oficinas, listas para empezar el día, todos apurados. En el centro está la oficina de mi gran amigo, dueño de esta gran empresa. Él y yo crecimos juntos, fue él quien me presentó a mi esposa en una fiesta de quince años, y desde ese entonces vivimos juntos; largas jornadas de trabajo levantando la empresa, aventuras secretas, pesca en alta mar, cursos de liderazgo en las laderas del monte Everest riendo y pretendiendo ser perfectos. ¡Oh, qué gran vida junto a mi viejo amigo! Su oficina ya no tiene su espíritu, él se marchó hace casi tres meses, su hijo tomó el control de la empresa.

Puedo ver su perfil en la oficina central del tercer piso, siempre permanece parado, ahondando con su prisa el eco de la incertidumbre, no se sienta, está pegado al teléfono, recorriendo el ambiente de un lado al otro, distinto a su padre, que era más formal y gustaba sentarse, escuchar a la gente, platicarle acerca de sus problemas, servirles una taza de café. Él pensaba que había más valor en escuchar que en predicar. Frente a mí pasan los jóvenes bien vestidos, hombres y mujeres profesionales, pegados a sus celulares, marcando los minutos en sus aplicaciones de productividad para ganarle tiempo al tiempo, vida a la vida, risas a las sonrisas, penas a las tristezas. Todo debe estar registrado en la aplicación para poder luego analizarla, modificar el compartimiento, ganar centésimas de segundos en un reloj que no se detiene, en un mundo que gira alrededor de todos como sanguinario carcelero que te roba la paz. Recuerdo las veces que mi amigo y yo nos sentamos en este mismo banquillo, claro que el tiempo cambió todo, antes no estaba el parque, solo el banquillo que él y yo mandamos a construir. Aquí solíamos salir a comernos un lunch, o a fumarnos un cigarrillo y viendo hacia arriba de este edificio, que en aquel entonces fuese un vetusto edificio, soñábamos con el día en que seríamos grandes empresarios. Aquí, en este banquillo, se forjaron las ideas de nuevos productos, entre risas, mirando a la gente pasar.

Ha dejado de lloviznar, pongo mi maletín sobre mis rodillas y lo abro. Dentro hay un sobre con mi nombre y la foto de un viaje de pesca, en la que mi amigo y yo sostenemos un gran pez espada que fue el orgullo deportivo que llevamos durante toda una vida. Me sonrío al recordar tantos instantes de alegría en que nuestro rostro brillaba, nuestra mirada adornaba el ambiente con una luz pura, diáfana, de auténtica amistad. Abro el sobre, la carta dice: “Liquidación y propuesta de cesión de acciones”. La firma el hijo de mi amigo.

No continúo leyendo, cierro el maletín. Me levanto, camino lentamente hacia un cementerio que está a tres cuadras. Busco entre las tumbas y finalmente llego a la tumba de mi amigo. Abro mi maletín y saco mi libro de poemas, le leo su poema favorito, y la última frase, que dice: “es tan lindo saber que existes”.

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