Como todas las mañanas, aparcó su coche en un descampado situado a unos 700 metros de la recepción. Justo al salir del coche había empezado a llover con fuerza. Para cuando pasó por el torno de seguridad tenía los calcetines totalmente empapados. Tuvo el tiempo justo de ir al lavabo, quitarse los calcetines, envolverse los pies con papel higiénico y sonarse la nariz. Se imaginó a sí misma como una momia saqueada y abandonada.No volvería a pisar un lavabo hasta dentro de unas 3 horas, cuando la secretaria de dirección enviara a alguien que la relevara, el tiempo justo que le correspondía para desayunar. A veces se olvidaban. A veces no era posible. A veces tocaba correr al baño y comer cualquier cosa deprisa y corriendo.

En la recepción del edificio de oficinas todo estaba en silencio. Tras la puerta de cristal el cielo seguía gris y amenazante. A penas un par de rayos de sol se escapaban entre los nubarrones y rebotaban en los marcos plateados de los ascensores.En cualquier momento entraría alguien. El teléfono no tardaría en sonar y la Recepcionista estaría preparada para responder. Con las mismas palabras corporativas y la misma melodía, una y otra vez.

El asiento de su compañera estaba vacío. Justo el día anterior había reunido el valor necesario para llamarla después de haber agotado todas las excusas posibles. Escuchó el llanto inconsolable de su compañera tan solo al descolgar. “Mi hija, perfecta y preciosa. Muerta. No entiendo nada.”Tocó con la palma de la mano el respaldo del asiento de su compañera y giró su silla de un lado a otro, intentando desenredar el nudo que notaba en la garganta. Respiró hondo. Trató de calmarse. Siempre pasarían cosas estupendas y cosas terribles. Tendría que seguir adelante, aprender a vivir y a morir con lo que había.

Entre las ocho y las diez entraba todo el mundo. Casi setecientas personas, unas pasaban por delante suyo sin mirarla, otras lo hacían como si fuera un mal necesario. No eran muchos los trabajadores que le daban los buenos días. Después estaban los que venían de fuera, comerciales y visitas que sonreían a la guardiana de la puerta para que los dejara pasar. Los había que ofendían con su excesiva simpatía. “Hola guapísima, ¿cómo estás? vengo a ver al Sr. o a la Sra. X”. En navidades le traían, calendarios, bolígrafos…regalos baratos para que les facilitara el acceso y poder perseguir a su cliente. Hoy no estaba su compañera. Deberían esperarse, no podía contestar al teléfono y a las visitas a la vez. Los escucharía repiquetear con los dedos encima del mostrador, impacientes.

Se puso la diadema que la ataba al teléfono y se ajustó el micrófono a la altura de la boca. Mentalmente repasó todas las extensiones que cada día marcaba. Cada día atendía unas 300 llamadas y unas 50 visitas. Todas con la misma cantinela y la misma sonrisa, cordial pero mecánica. Hoy estaba dispuesta a mantenerse sentada sin protestar lo más mínimo. Estaría 8 horas amarrada al teléfono sin maldecir su suerte. Sería amable aun sabiendo que muchos de aquellos hombres trajeados la situaban en un rango inferior. Se mantendría serena y no juzgaría a las ejecutivas que llevaban bolsos que costaban más que su nómina. Y todo eso lo haría porque ella sí que tenía una hija viva. La Recepcionista llegaría corriendo a la guardería y podría abrazarla. La silla de su compañera se lo decía constantemente. “Mi barriga vacía, mi niña preciosa, perfecta, muerta.” En cualquier momento entraría alguien. El teléfono no tardaría en sonar y ella estaría preparada para responder.

Cogió las cartas para enviar que le habían dejado en la bandeja. Las ordenó por peso y destino. Con cada movimiento notaba cómo el papel higiénico que le envolvía los pies se apelmazaba y se rompía. Era mejor eso que la humedad de los calcetines empapados. No servía de nada quejarse. Encendió el ordenador. Puso su contraseña. Preparó la factura para enviar las cartas. El cartero no tardaría en pasar a recogerlas. El cartero que hablaba tanto. El cartero que su compañera no soportaba. El cartero que explicaba intimidades y explicaba chistes verdes. El cartero que se reía con voz de pito. El cartero que miraba la silla vacía de su compañera y le preguntaba sin reparos que qué le pasaba ahora. Muerta. Parió a su hija muerta, preciosa y perfecta. El silencio se rompería en cualquier momento por los empleados, por las llamadas, por las visitas…y ella estaría preparada.

Un golpe seco en el cristal de la puerta retumbó en las paredes de la recepción. En el suelo un pájaro permanecía inmóvil. La Recepcionista contuvo la respiración y cerró los ojos durante unos segundos. No recordó que tenía prohibido levantarse de su puesto de trabajo sin pedir permiso, que bajo ningún pretexto podía salir fuera ni ir al baño sin que alguien de dirección lo supiera. Se quitó la diadema que la ataba al teléfono. Se puso de pie y caminó con el corazón encogido hacia la puerta. Sus botas estaban empapadas y a cada paso hacían un sonido ridículo, mezcla de agua y aire. El pájaro era negro, con el pico naranja. Las plumas del pecho se movían con el viento. En el cielo, unas gaviotas giraban en círculo encima de la entrada. Si lo dejaba ahí se abalanzarían sobre él y lo devorarían. Tenía que darse prisa. Los primeros trabajadores no tardarían en llegar. Lo mirarían con asco. Le darían una patada.

La Recepcionista se agachó lentamente. Cogió entre sus manos el ave. El cuello del animal se desplomó entre sus dedos. Un relámpago, segundos después un trueno y unas gotas gruesas salpicando las baldosas de la entrada. Miró hacia el cielo. Las gaviotas habían desaparecido. En pocos segundos estaría totalmente empapada. La recepción seguía vacía, como su compañera, como su silla y ella, por fin, estaba preparada para llenarse, para volar muy lejos de allí.

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