Sara y Jorge salen del banco, él empuja la silla de ruedas con cuidado, y ella va leyendo su cartilla con una amplia sonrisa que enseña unos dientes blancos y desordenados.
—¡De puta madre, Sara! Ya puedes dejarme los cincuenta euros que necesito para la autoescuela, y un poco más, para un móvil —dice él.
—Joder, Jorge, ni lo sueñes. Ya lo hemos hablado y este mes quiero comprarme algo de ropa, un champú, un pinta labios…
—¡Qué chorrada! Necesitamos otras cosas más importantes: comida, un poco de hierba y, sobre todo, el móvil. Si no, ¿cómo voy a encontrar trabajo? ¿A dónde me van a llamar?
Ella da un respingo y se ríe con unas sonoras carcajadas.
—Si te llamaron al mío el otro día para una entrevista, ¡y no fuiste! Además, estoy hasta el coño de tener que pagarlo todo, joder.
—Pues con los trescientos setenta y cinco euros de paga de mierda que tienes por minusválida, no es para ponerte tan chula.
Jorge aprieta los labios y acelera el paso. Atraviesan la terraza de un bar, y Sara, al oír la música, comienza a bailar con las manos y a cantar. La gente se vuelve a mirar, tiene el pelo negro y largo, la piel morena y unos grandes ojos verdes. Es una mujer atractiva.
—¡Puta! ¡Que eres una gran puta! —grita Jorge, sacudiendo la silla.
—Ya estamos, ¿qué he hecho? —pregunta ella con voz temblorosa.
El joven de veintiún años conduce la silla con demasiada fuerza. Sara, que ya ha cumplido los treinta, se agarra a los reposabrazos con dificultad para mantenerse sentada, pero al chocar las ruedas con el bordillo de la acera, sale volando y cae al suelo de cabeza. Jorge la levanta y la vuelve a sentar, como si fuera una muñeca de trapo. Tiene las manos rascadas y el labio partido. La escandalosa sangre le resbala por el rostro, dejando un reguero de culpa en su camiseta blanca.
—¡Ay, ay, ay! —grita Sara y rompe a llorar ruidosamente.
Algún transeúnte se detiene a mirar, aunque no se acerca. Jorge se quita la sudadera y se la da para que se limpie.
—Poco te ha pasado. ¿Cómo se puede ser tan puta? ¿Por qué tienes que provocar a todos? No te puedes callar, ni estar quieta, no… —Y sigue hablando sin emoción, como rezando una letanía.
Unas calles después, delante del portal de su casa, se encuentran a Lola, la madre de Sara.
—¡Joder! ¿Qué coño ha pasado? ¿Este cabrón te ha pegado otra vez? —grita, encarándose con Jorge.
—Estoy bien mama —dice Sara, aún entre sollozos.
—Yo no he hecho nada. Se ha caído de la silla —dice Jorge, mirando al suelo y con un hilo de voz apenas audible.
—¿Se ha caído? ¡Tus cojones! ¡Si apenas se puede levantar! ¡Con esa cara de imbécil! ¡Vago! —contesta levantando el brazo de forma amenazadora.
—No soy vago. Yo cuido de su hija: la levanto, la llevo al baño, la lavo, le hago la comida, le doy de comer, le… —Lola lo ignora y se dirige a Sara:
—Haz algo pronto, o terminarás como tu hermana. —Se da la vuelta y se larga refunfuñando.
Jorge abre el portal y pasan dentro. Coge a su novia en brazos y con una patada empuja la silla a una esquina. Luego sube a trompicones dos pisos y entran en su casa. Enciende la luz porque las ventanas no tienen cristales, están cegadas por cartones. Una mezcla de olores: tabaco, hierba, pies y comida pasada lo inunda todo. Hay montañas de ropa en el suelo que tiene que sortear, para acabar tirando a la joven en el sofá.
Jorge no ha parado de hablar, y ahora va subiendo la voz:
—Sí, la muy hija de puta no tiene educación, no es nadie para decirme esas cosas a mí. ¡Es una desgraciada, joder!
—No digas eso, gracias a ella tenemos nuestro piso.
—Pues bien que le hemos pagado trescientos euros por esta mierda de casa patada, y no es suya, que es del banco.
—Es mi madre, y tiene razón, coño. Se te va muchas veces la olla, y lo pago yo.
—¿Razón? ¡Mis cojones! Yo no aguanto más. Que te den. —Y dando un portazo se va.
Sara comienza a gritar:
—Jorge, no te vayas. ¡Por dios! Yo te quiero, ¿sabes? Ven, ven. JORGEEE.
Coge el móvil y llama a su madre sin dejar de hipar.
—Mama, se ha ido, joder. ¿Por qué le dices nada? ¿Por qué te metes en mi vida? ¿Qué hago yo ahora?
—Yo solo le he dicho lo que pienso, hija. Es un maldito cabrón… aún así, en casa no te puedo tener. El Antonio no quiere. Ya lo sabes. —Y cuelga.
Sara se queda mirando el teléfono y pensando:
«A la tocapelotas de servicios sociales no la llamo, quiere meterme en un centro. ¿Le denuncio? Seguro que puedo conseguir una paga por maltrato. Debía de haberle comprado el móvil. Va a volver, pero, ¿cuándo? ¿Por qué no me quedaré embarazada? Habrá ido a casa de su padre. Voy a llamar a la Vero para que me lleve. Le pediré perdón, le diré que le quiero. Yo le amo.»
Jorge va por la calle hablando solo y gesticulando con los brazos:
—Tengo que encontrar un trabajo, no sé, ¿cuál? Lo he intentado con las naranjas, los cabrones del Cuco y el Vicente no dejaron de descojonarse de mí, soy lento, después de una semana horrible casi no me pagaron nada. De camarero, no me aclaraba, me miraban mal, tuve que defenderme, esos gilipollas… De los cursos estoy hasta los huevos. Las plantas… me las termino fumando, o no me pagan. Son problemas. Entrar en las casas… no me atrevo, la última vez me pillaron. Vivir con el viejo es una mierda, está todo el día mamao. Será mejor volver con Sara, pero que sufra un poco, que sepa quién manda. Yo la amo.
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