Como una pobre res conducida al matadero sin alternativa, sin piedad y sin futuro.
El sonido insulso de la alarma de unos móviles que han perpetrado un genocidio con los despertadores, un desayuno repetitivo pero improvisado, afeitado descuidado, ducha y ropa insulsa e impersonal. Pillar lo indispensable y paseo atascado en un utilitario cada vez más lleno de pegatinas para entrar en todos sitios y no ir a ninguna parte. Aparca a tomar por culo y baja del coche para sentirte como millones de animales sacrificados por nuestra voracidad sin límite.
¿Alternativa? Una no, muchas. No ir, cambiar, volar… Pero no. Ante las alternativas de libertad se encaran los porteros de discoteca de la conciencia. A un lado el coro de las responsabilidades y al otro el gigante del sacrificio. Ellos me restan piedad propia y restan importancia a la falta de la ajena. Y con todo, el cóctel de futuro sabe amargo, a historia repetida y a mezcla sin sentido ni ingredientes adecuados.
Fichar cada día es colocar una losa más que cierra lo que fue un ventanal que llenaba de luz ilusiones y esperanzas. Pero aún entra luz suficiente para no perder la razón por completo y para intentar atisbar un horizonte con más amaneceres que ocasos. La misma luz que también deja ver frustración y estupidez, mías y foráneas.
El guión de cada jornada no cambió hasta unos minutos después. Llamada escueta, seria y con tono pesado. «Sí, de acuerdo», contesto. Me citan en un despacho con uno de mis jefes directos y alguien de personal. Voy, sin expectativas, sin ilusiones, sin motivación. Un grupo de compañeros consuelan a una joven que apenas llevaba un par de meses en la empresa. Me miran con una mezcla de compasión y morbo, y aparto la mirada. Se cruza con la de otro veterano que vocifera improperios a su teléfono. Imagino los motivos de aquellas lágrimas y gritos mientras escucho mi nombre.
Entro al despacho. Caras de circunstancias, buenas palabras, justificaciones y un montón de papeles con clausulas, cifras y documentos. Hasta ayer era pieza fundamental, parte de un engranaje sólido, casi imprescindible en una organización que hoy pasa a prescindir de mí. La máquina seguirá funcionando sin esa parte esencial que era.
Guardo silencio mientras ojeo los folios que me presentan como algo irremediable. Al jefe y la representante de personal les acompaña alguien del comité de empresa. Los tres hablan en tono conciliador e inciden en que no hay prisa, sobre todo el representante de los trabajadores. Recuerdos de leyes, derechos, deberes y palabrería vacía. Al minuto me levanto con un breve «gracias». No es sincero para ellos pero si para mi mismo.
Firmo y me voy.
Con alternativas y con futuro. ¿Piedad? No la necesito sin sufrimiento.
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