Cuando era una niña, me dijeron que podía volar.

Bip bip, bip bip. Apago la alarma y exhalo un lúgubre suspiro al pensar que es lunes otra vez. No miro la pluma que yace entre las sábanas. He soñado con algo, pero no lo quiero recordar. Nota mental: cuatro madrugones y ya es viernes. Recaliento el café y, ante la amenaza del próximo reconocimiento médico, me abstengo de echarle azúcar.

Corro hasta la parada del bus para tener que esperar de todas formas. No me duermo en el trayecto. Tras el cristal, aún es noche cerrada.

Biiip suenan los tornos al fichar. Algo pita también en mi cabeza e intento rescatar todos los temas que el pasado viernes dejé en stand-by. En mi cara, sonrisa automática y hola, hola, buenos días a toda la oficina. La silla chirría cuando me siento. Miro al suelo y una pluma pequeña se escapa tras los paneles. La ignoro y me pierdo en el enrejado de un Excel, mientras las horas pasan y la mirada se desvía una y otra vez al reloj. Tic tac.

Ya es la hora del café y todos corremos para recibir la dosis de cafeína mezclada con polvos que sale de la máquina. Intento mostrar interés en el nuevo vestido que se ha comprado Fulanita y en el móvil de última generación de Menganito. Fulanita me da un codazo y me dice que se me ha caído una pluma en el café. Me disculpo y tiro el vaso de plástico, ajena a las miradas de extrañeza.

Vuelvo a las rejas del Excel, al Outlook y al reloj. El sueño me asalta en una reunión. Vacío mi tupper de brócoli mientras Zutanita me recita sus nuevos muebles del salón. Por un instante, me despisto y comento que este finde he visto un alimoche y he explorado una cueva. Toda la mesa me mira raro y, al momento, me arrepiento de haber abierto la boca. Voy corriendo al baño para que nadie vea otra pluma caer: ésta es grande. Tiro de la cadena y sus colores desaparecen en un remolino.

Excel hasta la hora de irme, sonrisa plastificada, hasta luego, hasta mañana. Suena el biiip de los tornos y vuelta al autobús. Comienza a oscurecer cuando llego a mi casa. Una hora de gimnasio, cuezo más brócoli, leo media hora y a dormir.

Bip bip, bip bip. Tres madrugones para que sea viernes. Cuatro meses para las vacaciones de verano, para volver al pueblo. Tengo que cambiar las sábanas. Llego pronto al autobús. Biiip. Hola, buenos días. Tic, tac. Dedos atontados de tanto teclear. Borregos yonkis al café. Aplausos por la boda de Menganita. Hoy me callo. Ojos cuadrados de picar Excel. Brócoli. Bostezos en la reunión. Biiip.

Bip bip… Tiro el móvil al suelo y se rompe la pantalla. Qué más da, ya era viejo. Entre las sábanas, las plumas se arremolinan. Esas no se pueden comprar. He perdido el autobús. Cojo el coche. Biiip. Hola, hola. Vaya mala cara, ¿no? Rejas que se mezclan con rebuznos empapados en café barato. Mira qué vestido más mono... A la rarita se le ha caído otra pluma. Oídos sordos y me pierdo en mi café: treinta y dos años más para poder jubilarme. Treinta y dos años más de Excel, café, brócoli y vestidos. Oye, a la rarita le pasa algo. Me levanto y derramo el café. Estará pensando en esos pájaros suyos. ¡Ja, ja, ja!

Treinta y dos años. Cuatro meses. Cinco horas. El suelo está lleno de plumas grises. Me paso las manos por los brazos, por la espalda, y siento una presión en el pecho: ya no queda ninguna. Ni cañones, ni plumón. Nada. Así, ¿cómo voy a volar? Hundo las uñas en las sienes y tiro con fuerza. La cara está tensa, como si fuera de plástico apuntalado, pero acaba cediendo. Después, la piel del cuello, de los hombros y el pecho sale con una facilidad pasmosa. Todos me miran horrorizados, nadie se ríe ya. Las piernas y los pies se despellejan casi solos. Un último tirón, y estoy libre. Una masa sanguinolenta, brillante. Agarro el vaso de café a medio beber y se lo tiro a Menganita. Una mierda me importan tus vestidos, tus zapatos y tu cheslón. Entonces, todos gritan y corren fuera del Office. El móvil de última generación de Zutanito está hecho trizas en el suelo, manchado de café barato. Lo pisoteo y se me clavan los cristales: no duele. De un soplido tiro el reloj de la pared y ya no son las once y media, ni las dos en punto, ni las seis. Y no importa.

En la calle, la brisa me trae los trinos de las golondrinas y me dicen que ya es primavera. Que ya es tiempo de emigrar. Un rastro de sangre es el único testigo de mi marcha. Como una carta de renuncia escrita en morse. Salto el torno y no hay biiip. No necesito el coche ni el autobús. Un plumón tímido, colorido, empieza a brotar de mi espalda.

Ya no tengo que ignorar que sueño que vuelo. Agito mis alas con fuerza, lejos del enrejado, hacia el pueblo, hacia el campo. Allí donde no me arranquen las plumas.

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