Henri se paró delante del grupo de estudiantes y se presentó. A pesar del esfuerzo y de los múltiples ensayos mentales, la transpiración de su epidermis amarilla delató su nerviosismo.
Profe, ¿se siente mal? Interrogó uno de los estudiantes de la sección B de primer año de bachillerato.
No pasa nada.
Pero sí pasaba algo, esa pregunta le extremaba aún más los nervios. Continuó su presentación diciendo que él sería el docente de matemática durante el resto del año; habló de cómo quería que fueran sus clases y de la emoción que sentía de estar allí; incluso afirmó que en él, además de un profesor, tenían un amigo. Al terminar esta frase hizo una pausa, en realidad no estaba muy convencido de la idea de convertirse en amigo de los alumnos, pero ya lo había dicho y no había vuelta atrás.
Comenzó la clase haciendo un repaso sobre los conjuntos numéricos. Los preadolescentes estaban casi a mitad del año escolar y Henri quería conocer cuán mal estaban. Durante la entrevista el director le confesó que «Es una sección muy fuerte, hay que tratarlos con mano dura, usted sabe…» a lo que él correspondió con un “Sí” muy seguro. No obstante, él no sabía casi nada; era la primera vez que se paraba frente a un aula como el docente titular y aún no se había definido como tal.
Cumplidos los noventa minutos de clases, dejó el salón un poco disfónico y con cierta preocupación porque tres muchachos hicieron todo lo posible por sabotearlo, aunque al mismo tiempo se sentía satisfecho consigo mismo por haber logrado apaciguarle los ánimos. Entró a la oficina de administración para cumplir el resto de las horas; afortunadamente los lunes solo trabajaría con esa única sección, ya que las otras serían horas administrativas. Por lo pronto, aprovecharía ese tiempo para pensar en la estrategia que utilizaría en el encuentro del día miércoles; lo emocionaba la idea de ser un docente influyente, uno que pudiera cambiar, aunque fuera un poco, la vida de sus pupilos. No quería ser uno más, de esos que dan el contenido sin importarle si es comprendido o no. Él quería hacer algo distinto.
Desde el escritorio divisaba los dos corredores principales del liceo, ahora desolados, pues todos se encontraban en sus respectivas aulas a la espera del timbre. Henri continuó reordenando las carpetas con la información de los estudiantes hasta que el timbre marcó la llegada del recreo. Él revisó su reloj de pulsera para confirmar que eran las diez y salió al patio. Según la distribución que le entregaron, a él le correspondía supervisar el ala izquierda, sitio donde estaba la cancha de usos múltiples.
En la cancha estaba el profesor de educación física, Adolfo; al verlo jugar con varios jóvenes de cuarto y quinto año recordó que cuando se lo presentaron le sorprendió que no tuviera la panza característica de los docentes de esa disciplina, lo que lo llevó a concluir que seguramente era muy bueno, pero ahora se sentía decepcionado. Le pareció que era muy soez ¿Cómo podía jugarse así con los estudiantes? Jamás permitiría que un alumno le dijera “marico” o “chamo” como si él fuera un compañero más, tampoco utilizaría sobrenombres para comunicarse, no, nunca. Aunque sí le gustaría tener la comunicación, la confianza y el respeto que los estudiantes le profesaban a ese profesor ¿Cómo conseguir todo eso sin utilizar groserías ni nada de esas cosas? El timbre anunció la culminación del recreo y luego el final de la jornada con Henri todavía buscándole una respuesta a su interrogante.
Germinia, la subdirectora y hermana del director, lo presentó a los jóvenes de la sección A de tercer año. Antes de hablar, la profesora Germinia carraspeó un par de veces y todos hicieron silencio de inmediato. Henri, en medio de su admiración, deseó ser como ella, pero sin tanta agresividad ¿Por qué si él los trataba bien, no le hacían caso y en cambio a ella, que los trataba a los “coñazos”, la…?
Yo seré su profesor durante lo que queda del año escolar.
Se sintió cómodo mientras conversaba con los jóvenes en silencio, pero la calma desapareció cuando salió la profesora Germinia. Entre los gritos, el cruce de palabras entre estudiantes y profesor, las amenazas de suspensión, Henri abandonó el salón de clases disimulando la rabia y las lágrimas. Huyó a la oficina de reuniones y apenas ingresó se desahogó, le dio varios golpes a la mesa y lloró preguntándose si realmente la docencia era lo suyo. Nada era como se lo habían dibujado ni como lo había experimentado durante las prácticas profesionales ¿Se debía a que era una institución privada?
La profesora Germinia, ya al tanto de todo, entró a la oficina y le dio algunos consejos; pero nada caló en Henri, sino todo contrario, las estrategias didácticas, la emoción, todo aquello que había comenzado a crecer durante los días previos a su primer día de clases se oscurecía medida que corrían las lágrimas sin que él pudiera hacer nada. La profesora lo convenció de que volviera al aula y propuso acompañarlo, pero él decidió asumir todo solo. Se limpió el rostro y volvió con los jóvenes.
Cuando Henri abrió la puerta fue como si hubiese entrado el viento. Él se detuvo frente a la pizarra y los divisó uno a uno. Varios jóvenes observaron la seriedad de su rostro e hicieron silencio y se sentaron, al tiempo que invitaban a otros para que hicieran lo mismo. Cuatro de los muchachos siguieron ignorándolo, los mismos que iniciaron la revuelta minutos antes. Henri preguntó por el nombre de los jóvenes y los llamó, luego les pidió en tono seco e impersonal que salieran del aula, que solamente entrarían a su clase cuando vinieran con su representante. Todos hicieron silencio. Henri por fin creyó comprender y sonrió, dio media vuelta y reinició su clase ignorando las dudas de sus pupilos. Había llegado a la conclusión de que no importaba ser un profesor más mientras los tuviera controlados.
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