Llevaba mucho tiempo tristísimo. Apagado.

Ya hacía mucho que ella había muerto pero todo se le hacía aún cuesta arriba. No se acostumbraba.

Sin embargo últimamente le había dado por hablarse a sí mismo y eso, de alguna forma, le ayudaba. Me echo de menos. A ella claro está, pero ahora resulta que también a mí. ¡Qué extravagante me estoy volviendo!, ¡hablando conmigo mismo todo el día!, ¡y vaya ideas!

Necesitaba salir a la superficie a que le diese el aire. Conectarse con el que había sido cuando no estaba hundido. Quiero recuperar mi alma, mi espíritu, mis ganas o mi «comoselequierallamar», concluyó un día de repente.

Y al día siguiente bajó a la calle.

Salió del portal bien temprano y respiró hondo bajo el sol. ¿Cómo he sido capaz de vivir aislado y apagado tantos meses?,¡dos años! ¿Qué sentido tiene? Porque lo necesitaba, se auto-contestó (¡rápido, al quite, cien por cien lúcido! Me despedía de ella…

…Pero ahora toca vivir la vida asumiendo los cambios. Simplemente hay momentos. Momentos… En una vida hay muchos y muy distintos. Divagaba. La vida eran momentos unos daban más de sí y otros menos, pero todo comenzaba por un instante.

Sin parar de pensar, un poco aturdido, avanzaba camino de la cafetería de Pepa, en la que tantas veces desayunó y donde tantos se alegrarían de verle. Tengo la gran suerte de haber sido siempre muy querido. Las cosas como son.

Y sucedió que a un minuto del café con leche fría que pensaba tomarse. Mientras mantenía su nutrido diálogo interior, y su mantra recién estrenado se repetía en bucle «simplemente hay momentos», se produjo un giro de lo más inesperado.

A su derecha dos manos tras un cristal llamaron su atención. Pegaban, a toda prisa, un cartel, (debían haber pegado cientos más, pensó él casi con admiración, eran ágiles en la tarea) “Nuevo grupo. Pintura en tela. Martes y Jueves a las seis” decía.

Cruzó el umbral.

Muchos tiempo después, más de tres años, Adela, la educadora social que gestionaba ese centro de mayores, lloraba sin poder remediarlo. Constan había muerto.

Se encerró en su despacho más de media hora tras recibir la noticia. Y recordó que una mañana, no hacía demasiado, también se le caían las lágrimas pero ante él y de alegría. Fue porque le narraba a modo de agradecimiento la mañana en que bajó a la calle desperezándose del luto y vio sus manos a través de un cristal.

-La mayoría de los profesores son vecinos del barrio que enseñan su profesión o sus aficiones de siempre a los demás, me dijiste, Adela. Y ahí me quedé enganchado mientras tú seguías hablando y me animabas a apuntarme a lo que fuese para, aunque sea, decías, probar y estar acompañado. Pero yo quería volver a ser profesor y no alumno ¡si me dejabas! Y en pocos meses tenía dos clases llenas «debate» y «escritura creativa». Ese instante lo cambió todo Adela. Entré porque vi tus manos tras el cristal. La vida son momentos.

Qué suerte tengo de trabajar aquí se dijo a sí misma.

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