Es un día hermoso. Fresco, con una brisa suave y unas nubes nítidas, como de cuento infantil. Pero sobre todo es un día hermoso porque hoy conseguí un trabajo. Bueno, eso es lo que me dijo la chica por teléfono, pero nunca se puede estar seguro. Aunque debe ser cierto, porque la chica me lo dijo así, con esa voz pegajosa de tan dulce: “Preséntese a las once en Rigoberto Manchuria 456, piso siete, oficina ocho. Pregunte por el Licenciado Garmendia. Él le va a indicar qué es lo que tiene que hacer”. No pude escuchar más nada por la emoción. Hace años que busco trabajo. Y la chica me llamó y me dijo eso.

Cruzo la calle y antes de llegar a la estación del subte me encuentro con Graciela, la vecina ésa que vive retándolo al marido. Ésa que casi ni me saluda cuando me ve (y yo lo mismo). Pero esta vez es distinto: como si nada, ella se acerca con una sonrisa y me da un beso en la mejilla. Y me dice:

—Buenos días Abel, ¿sabías que esta tarde hacemos una reunión para tratar el tema de la seguridad barrial? Se está hablando de poner cámaras interactivas, comunicadores instantáneos y luces de led de mayor potencia. Viene el jefe local de la Policía, es muy importante que estemos todos. La participación ciudadana…

Le sonrío lo más que puedo, pero la esquivo con un gesto de la mano y sigo de largo, murmurando al pasar “sí, sí, sí, cuenten conmigo”. No me voy a poner a contarle, justo a ella, que parece que tengo un trabajo. Así que apuro el paso hasta la estación y bajo las escaleras, trotando feliz y liviano por primera vez en tantos años. Me acerco a la ventanilla para cargar la tarjeta de viaje y, antes de que le diga nada, la empleada me extiende una planilla y me recomienda el pase mensual. “Ahora usted va a necesitar un pase mensual”, me aclara. (“Ahora” me dice la empleada, como si supiera lo del trabajo). Pongo mi nombre en la planilla y firmo. La empleada completa el trámite, me devuelve la tarjeta y me saluda con una sonrisa pícara:

—Hasta mañana, Abel —me dice. (“Hasta mañana”, me dice. Y también me dice “Abel”. La empleada).

Paso el control, bajo por la otra escalera del fondo y subo al vagón. No está muy lleno para la hora que es. Hay gente parada y un solo asiento libre, que nadie usa. Todos en el vagón me miran con una sonrisa, como si supieran. Voy y me siento en el asiento libre. El subte arranca. De inmediato, se acerca un vendedor ambulante a ofrecerme arepas venezolanas. Le digo que no. Insiste. Me dice que puedo pagar con tarjeta. Le agradezco, pero no tengo hambre. Es verdad: no tengo hambre, tal vez por los nervios del primer día. Me regala una arepa, anota algo en una libretita y se va para la otra punta del vagón, sin ofrecerle nada a nadie. Le pego un mordisco a la arepa, está exquisita. En el día de hoy todo es perfecto.

Se aleja el vendedor de arepas y aparece un nigeriano a ofrecer anteojos para sol. Y después una niña repartiendo estampitas. Y un vendedor de seguros, otro de autos, una de ropa íntima de mujer, otro de ofertas en clubes de vacaciones, de artesanías hindúes, de sistemas prepagos de salud, de telefonía, de cirugías estéticas y así hasta que llegamos a la próxima estación, en la que me apuro a bajar del coche. Antes de salir del andén, me doy vuelta y los miro.

—¡Qué tengas un buen día, Abel! —me desean a coro todos los pasajeros, justo antes de que la puerta se cierre. Se va al subte.

Salgo del andén, subo la escalera, cruzo la avenida con paso enérgico, sin dejarme sobrepasar por ésta, mi nueva realidad. Levanto la vista para ver adónde estoy y leo, en la fachada de un edificio, que estoy exactamente en Rigoberto Manchuria 456. Entro, subo al piso siete y busco la oficina ocho. Me sale a recibir, eufórica, una morocha enfundada en un ajustado trajecito gris. Calculo que debe ser la secretaria del Licenciado Garmendia.

—¡Abel! ¡Bienvenido! —me dice casi al oído, mientras me da un beso húmedo en la mejilla—. Adelante, adelante, te estábamos esperando. En un minuto te traigo la liquidación de hoy. Y listo.

Me indica una silla, enfrentada a un escritorio pequeño. Me siento. La secretaria se mete en una puerta vaivén. Espero ahí sentado, largamente. Horas espero. En un momento tengo ganas de ir al baño, pero me aguanto y no me muevo de la silla. Es mi primer día. Sigo ahí. Sobre el escritorio hay un cartelito de acrílico que dice, en letras gruesas y doradas, “oficina de clientes”. No puedo dejar de ver ese cartelito. “Clientes”, dice.

Por fin vuelve la secretaria. Hace rato que pienso que le tendría que preguntar por el Licenciado Garmendia, pero la veo y no le digo nada. Trae en sus brazos una pila de carpetas de distintos colores, tamaños y texturas. Las apoya sobre el escritorio, justo frente a mí.

—¿Cómo prefiere pagar, Abel? —me pregunta, con esa voz dulce y pegajosa.

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