La mano sobre el hombro

La mano sobre el hombro

Aunque el Sol salió por el este, aquel no era un día cualquiera. Natalia, mezcla de nervios y agitación, se preparó concienzudamente para su primer día de trabajo. A pesar de los malos augurios, parecía que haber soportado seis años en la facultad iba a dar fruto. Un contrato en prácticas en un centro de investigación, nada menos. El futuro prometedor iluminaba la, por otra parte, nublada mañana.

La calurosa bienvenida de los compañeros ayudó a que perdiera parte del rictus, y sus músculos se destensaron. Una breve visita por los distintos despachos del departamento le permitió saludar por vez primera a las personas con las que conviviría hasta la finalización de su contrato. Sin extenderse más, Natalia y Gabriel, su superior directo, se dirigieron al despacho de este, donde la joven recibiría instrucciones para completar su primera tarea.

Una vez allí, el jefe la invitó a sentarse a su lado, frente al monitor, y comenzó la explicación. Natalia, afanada, trataba de anotar velozmente lo que tenía que hacer. De repente, él la rodeó con el brazo, posando su mano sobre el hombro de ella. Ella, incómoda, arqueó la espalda, tratando de desasirse, sin conseguirlo. Estaba atrapada entre la mesa y el brazo. Si hubiese sido una máquina, se habrían encendido todos los pilotos rojos de su panel de control.

El tiempo que así transcurrió no es medible en la escala habitual. En las situaciones embarazosas, los segundos son minutos y los minutos, horas. Natalia se esforzaba por encontrar una fórmula que le permitiera corregir la situación elegantemente. –Disculpa, ¿te importaría retirar la mano? ¿te importaría dejar de tocarme? No, no, soy yo, que soy un poco seca.

-Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene una mano en el hombro? -Natalia entabló un diálogo consigo misma -Estás exagerando, estás malinterpretando la situación. Hay gente que es más efusiva en su trato con los demás, que da besos y abrazos. Otros, como tú, son más ariscos y despegados. Ni que te hubiera tocado el culo. -¿Dónde está el límite? ¿Dónde me tiene que tocar para que se justifique una reacción abierta de rechazo por mi parte?

Existen expertos que analizan el lenguaje corporal y que sacan, a menudo, conclusiones que parecen imposibles con tan escasa información. La mano en el hombro le susurraba a Natalia -Tengo el control sobre ti, eres mía. Sin embargo, la chica optó finalmente por ignorar su instinto y dejarlo estar. Nadie en su sano juicio iba a crear un conflicto por tan poca cosa. Fue así como Natalia, debido a su inacción, se convirtió en la culpable de su propio infortunio, porque a los sobones no se les pide cuentas.

Pasaron los días, y Gabriel y su mano reincidían, sin que Natalia se atreviera a oponer resistencia. Las excusas para forzarla a acudir al despacho se multiplicaban, de tal modo que hasta una coma podía ser el motivo de una nueva visita. Ella cerraba los ojos mientras se encaminaba hacia el despacho, e inspiraba intensamente antes de llamar a la puerta, preparándose para la inmersión en aquel olor a rancio. Una vez allí, el jefe examinaba el gráfico de la pantalla. La rueda del ratón giraba hacia arriba y hacia abajo. Ningún comentario, nada. Solos los dos, en aquel cuarto mal ventilado, en silencio. Natalia procuraba distraerse, mirando los distintos elementos que componían la habitación. Acabó por aprenderse de memoria los dibujos de las sobrinas del jefe, colgados en la pared. No importaba que otros trabajadores interrumpieran la escena. La mano permanecía inamovible sobre Natalia, y nadie parecía reparar en ello. Ella los observaba, preguntándose si se habrían percatado de su apuro.

En un punto, la chica, herida en su amor propio, empezó a dudar de sus capacidades. Recordaba perfectamente el día en el que acudió a realizar la entrevista de trabajo. Era la más joven de los candidatos, la más inexperta. -Quizá me contrató por eso, no era mi currículo lo que le interesaba. La moral de Natalia descendía a mínimos históricos, empujada por la mano que le daba de comer. En aquellas horas muertas, los pájaros de su cabeza alimentaban cualquier tipo de conspiración que arrojara luz sobre el modo en el que había llegado a su situación actual.

Por suerte, la inventiva había sido siempre una vía de escape para Natalia. Con el tiempo, la joven comenzó a albergar el deseo de que le creciese una ensortijada barba negra que la envolviese por completo, a modo de burka. Quería protegerse tras una intimidante armadura de pelo. Mientras dejaba que se evaporaran los segundos, Natalia fantaseaba sentada frente a la pantalla, imaginando el día en que, tras cruzar el umbral de la puerta, sufriese una metamorfosis masculinizante de tal calibre que a Gabriel se le cayese la mano del susto.

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