»Trabajar, hay que trabajar para ser alguien de provecho en la vida”. Palabras que hace años decía mi abuelo, pero a mí ya desde pequeño nunca me convencieron demasiado. Recuerdo cómo mi pobre padre trabajaba de sol a sol ¿y todo para qué? Para poder traer un triste jornal a casa, para poder sobrevivir a duras penas, pagar los gastos y poco más. ¿Qué era de su vida, de sus sueños, de sus aficiones, …? Nunca tuve la oportunidad de preguntárselo, murió joven y yo tan apenas compartí tiempo con él. A veces pienso que era algo en lo que él no pensaba, no era normal que su cometido fuese jugar con nosotros o dedicarnos algo de tiempo, le habían enseñado a trabajar, él solo pensaba en su obligación como cabeza de familia, un hombre honrado que dedicó su vida para que a su familia no le faltase lo más básico, olvidándose de vivir. Mi madre era ama de casa, era la única que siempre estaba ahí para ayudarnos, era nuestra enfermera, nuestra maestra y nuestro pañuelo de lágrimas, aunque recuerdo que siempre estaba cansada, lavaba en el lavadero del pueblo, siempre cargaba con esos enormes cestos de ropa, que habían hecho mella en su salud, su espalda encorvada daba crédito de ello. Vivíamos en una casa alejados del pueblo, con lo cual mi madre tenía que andar bastante hasta llegar al lavadero, a la tienda para poder comprar a diario e incluso para ir los domingos a la Iglesia, ese era su único descanso de la semana, ir a pedir al señor que no nos faltase el trabajo, ni los alimentos, como ella decía. Una mujer dedicada a sus hijos y a su marido, pasaba también horas y horas dedicada a la dura tarea del hogar, pero nadie valoraba demasiado su trabajo, era mi padre al fin y al cabo el que traía el dinero para que pudiésemos comer.

Hoy después de muchos años, por primera vez soy consciente de lo mucho que ambos se sacrificaron para que pudiésemos tener una vida mejor. Nosotros íbamos todos los días a la escuela, a más de un kilómetros de aquella casa, a mí no me gustaba demasiado pero a mi hermana le encantaba, decía que aprendía cosas fascinantes y soñaba con vivir algún día en la gran ciudad y tenía la certeza de que iba ser una buena doctora, como la que cada semana venía a nuestro pueblo. Yo, al contrario, quería vivir, no quería terminar como mi padre, sin poder disfrutar de la vida ni de su familia. Aquel terrible día, un golpe de calor lo sorprendió, murió solo, sin nadie en aquel enorme campo, su único espacio libre, en aquella vida de trabajo duro, privado de libertad para decidir por sí mismo, estaba destinado a trabajar, nada más. Quizás los pensamientos de mi hermana eran tan diferentes porque no quería terminar como mi madre, quería ser una mujer independiente libre, no tener que ser esclava de nadie, ganar su propio dinero y no depender de nadie. Pero mí visión había sido distinta, tampoco yo quería trabajar de sol a sol por un miserable sueldo y no poder ver a mi familia o a mis hijos en caso de que los tuviese. Por ello nuestros caminos en la vida aún viniendo del mismo ambiente familiar fueron muy distintos.

El sueño de mi hermana se cumplió, es una doctora muy prestigiosa que dedica su tiempo a visitar a todos aquellos que viven en zonas rurales y no tienen opción a poder desplazarse y además tiene una consulta privada, ha conseguido aquello que quería. No fue fácil, muchas horas de estudio y mucho sacrificio pero al final mereció la pena. Ahora es independiente y se siente realmente realizada, por lo cual yo me alegro enormemente.

Yo, sin embargo, creo que equivoqué la realidad con los sueños, quería ser libre, tener independencia sin ser esclavo de nada, ni de nadie. Pero me olvidé de prepararme para ello, como siempre me había dicho mi madre, »estudia, el saber no ocupa lugar”, yo andaba fantaseando con querer ser distinto a los demás. Pero pronto tuve que bajar de las nubes, mi madre falleció y tuve que hacerme cargo de todo. Fu en ese mismo instante cuando me eché las manos a la cabeza y me di cuenta de lo tonto que había sido por no aprovechar la escuela, como mi hermana. Ahora y con mi baja calificación, tan apenas pude aspirar a un trabajo en una fábrica del pueblo de al lado. Comencé trabajando ocho horas, cinco días a la semana, pero con el sueldo tan apenas me llegaba para los gastos, mantenerme y darme algún capricho de vez en cuando. Sin saber muy bien cómo, pasé a estar más de diez horas en la fábrica, otra hora para ir y venir. Era como volver a los tiempos de mi padre, un mísero sueldo, un montón de horas y sin tiempo de disfrutar de la vida. Me había equivocado, no había sido capaz entender el mensaje de mis padres. Pero no iba a darme por vencido.

Fui consciente por primera vez que todo en la vida conlleva un sacrificio, ahora viendo la realidad desde otra perspectiva estaba dispuesto a corregir mis errores y volver a partir de cero. Todas las noches después del trabajo, sacaba tiempo para estudiar, quería aspirar a algo mejor. Fueron años durísimos, los días no tenían final, el cansancio se apoderaba de mí, la idea de luchar por una situación mejor me daba la suficiente fuerza para seguir sin desesperar. Rendirme no entraba en mis planes.

Hoy en día, orgulloso puedo decir que tengo mi propia empresa, tiempo para mi mujer a la cual conocí un día mientras estudiaba en la biblioteca y tengo dos hijos a los que les dedico todo el tiempo del mundo, mientras les preparo para enfrentarse a una dura vida pero con una buena preparación. Esperó conseguirlo, siempre pongo de ejemplo a su tía.

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