Llegaba pronto a la inquietante convocatoria del Energúmeno. Cargado con los muchos papeles que podría necesitar para defender los vacilantes proyectos en los que andaba enfangado, se detuvo a tomar un necesario café en ese angosto y oscuro rincón que en la empresa llaman pomposamente cafetería. Lugar que preside, en vez de una barra con camareros de chaquetilla blanca, una vetusta máquina distribuidora.
Es una máquina muy sencilla, una simple ranura para meter las monedas; ni dinero de plástico, ni un lector de billetes. Un poco más abajo, a la izquierda de la ranura, dos filas de botones permiten seleccionar el café deseado. Rótulos al lado de cada uno de ellos indican con dibujos elocuentes el tipo de bebida que se ofrece y su precio: solo, cortado, conleche, hasta el sofisticado capuchino. Uno echa las monedas y, si su valor es superior al anunciado, el artilugio devuelve el saldo sobrante en un cajetín situado en su parte inferior derecha.
Aquí acaba la precisión y regularidad que uno espera de estos aparatos, porque, como si se tratara de un ser vivo sujeto a cambios de humor o a manías, según quien se acerque a usarla sirve unas veces un café intenso y corto, y otras uno largo y blanquecino, como agua sucia. Hasta se dan casos extremos cuando el usuario no es capaz de hacerla funcionar. Emplea para ello diversas triquiñuelas: rechazar las monedas válidas que el sujeto introduce; o aceptarlas, pero no reaccionar a la petición seleccionada y guardar el saldo en sus entrañas; y hasta ponerse en modo mantenimiento tan pronto el individuo no deseado se aproxima a utilizar sus servicios, las luces de todos los botones parpadeando febriles y execrando un asqueroso líquido blancuzco por sus orificios.
Puede que, lejos de esa tradicional tendencia de los artilugios mecánicos a ser cada vez más eficaces y fiables, y más cerca de esa otra dirección que de modo creciente toman de aprender desarrollando todos los vicios que ese aprendizaje conlleva, este ingenio de generación 2.0, tiene el don de la arbitrariedad que le permite servir lo mejor posible al que le cae bien y suministrar mierda líquida a aquel que no puede ver. Así, los clientes bromean y se estorban unos a otros: no tú no des a la máquina que siempre te sale mal, dicen.
Tan pronto él se acercó con las monedas preparadas, todas las luces del mecanismo empezaron a parpadear histéricas. Se quedó desconcertado: el cacharro que siempre le daba tan buen producto le fallaba cuando más lo necesitaba. Aunque no había nadie, creyó oír murmullos al final del pasillo. A poco pasó por delante, rehuyendo su mirada, Montiel, el jefe de personal que, gracias a permanecer desapercibido y obediente, había flotado entre tantas restructuraciones.
Interesa analizar los criterios que utiliza esta joya del capricho mecánico para distinguir entre aquellos a los que premia con un caliente y aromático cafelito, y los que castiga con un repugnante brebaje. Podría ser un honesto e imparcial escrutinio de diferentes características síquicas de cada personalidad, para así separar a personas de grandes virtudes de aquellas con un amplio número de defectos.
Sin embargo, inferencias realizadas a partir de un gran número de observaciones, concluyen que la máquina distingue en realidad a los que tienen el viento favorable dentro de la empresa de aquellos que han perdido la gracia de la jerarquía, y en breve quedarán varados en algún puesto secundario en espera del momento oportuno de una expulsión, que irá disfrazada con los eufemismos de reducción de plantilla, reorganización de efectivos, ajuste o prejubilación.
La sensata sabiduría colectiva hasta ha emitido ya una clasificación de las veleidades del astuto artefacto: Si sacas mal café es que tu puesto está en peligro, tienes que poner más atención porque te han puesto en el punto de mira, pero aún tienes margen de mejora si te aplicas y manifiestas abiertamente tu lealtad. Sin embargo, si la máquina rechaza tu petición de servicio, estás muerto laboralmente. Mejor empiezas a buscarte un asesor legal, a limpiar tu despacho y a copiar tus archivos personales porque de un momento a otro pueden darte el finiquito. Incluso hay formas más humillantes que otras para enviarte el mensaje y es tácita creencia común que el posicionarse en modo mantenimiento con todos los luminosos parpadeando es la forma más refinada que tiene de mostrar su disgusto con el infortunado cliente.Al contrario, disfrutar tú y tus invitados de un exquisito café que poco tiene que envidiar al arábiga de tueste tropical que sirven en los bares más reputados, significa que gozas del favor de los jefes, conseguido seguramente gracias a tu actitud positiva, normalmente manifestada por las frecuentes alabanzas a los superiores y las visibles muestras de ciega lealtad ante cualquier tontería que proponen.
Puede que durante la fabricación se colocara, lo mismo no deliberadamente, un circuito destinado a un mecanismo más sofisticado. Así, tantos años quieta allí, la máquina ha almacenado mucha información en su cacharrería, y puede procesarla para hacer análisis de datos masivos y emitir sus sentencias. Porque por allí van parando a diario casi todos los directivos, administradores y financieros que ocupan las plantas nobles del edificio central. También los que se dirigen a los despachos donde el Energúmeno dicta el rumbo de la empresa con puño de hierro. Desde su posición privilegiada, el cachivache puede ver las tres mesas altas repartidas por el exiguo espacio y espiar los comportamientos y conversaciones de los que degustan o sufren el café sacado de sus entrañas. Tan solo de ver quiénes comparten la mesa puede sacar petróleo informativo.
Frustrado y aprensivo ya había guardado sus monedas cuando franqueó la entrada a Presidencia. Allí estaba Mercedes que, con gesto que mezclaba lástima y desprecio, le abrió la puerta de la sala donde esperaban, con aromáticos cafés delante, El Energúmeno y Víctor. Se preguntó retóricamente qué pintaba allí ese cabrón que siempre aspiró a quitarle el puesto.
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