La decisión había sido tomada con total premeditación, porque las circunstancias así lo exigían; ahora, como la decisión premeditada no tiene nada que ver con las consecuencias, al marcharme de la casa paterna estas aparecieron cual mágico tsunami desde que el camión en donde viajaría se puso en marcha, en pocas horas pasé del calor a la orilla del mar al frio inclemente de la altiplanicie, del pueblo pequeño en el que uno termina cansado de saludar a amigos y conocidos que sonríen con halo de sinceridad, a la gran ciudad llena de seres indiferentes que andan siempre a la velocidad del que tiene prisa, en su gran mayoría enconchados entre abrigos oscuros, semejantes a gigantes trachemys callirostris.

La utopía sobre la que había crecido mí deseo íntimo de no seguir siendo una carga para mis padres, al enfrentarse con la realidad se convirtió en distopía, sobre todo, cuando, y luego de pasar infinidad de penurias, pude comenzar a trabajar en una empresa de servicios a la que ingresé tras superar varios concursos y sufrir por condena inicial la obligatoria afiliación a un partido político representante fiel del arcaico feudalismo.

Enseguida de posesionarme me asignaron un número, el 38004; ahí sentí que me despojaban de mi nombre, que en cierta forma perdía la identidad. Que importa, me dije en ese entonces, puedo perder algunas cosas pero recupero la comida, y no sé porque, recordé el verso de un poema que había escrito hacia unos años “El pan y la leche son un juego que vale la vida”, sé que eso fue hecho en otro contexto pero lo consideré valido para ese momento.

Me acababa de convertir en el coordinador de los grupos culturales de una prestigiosa empresa, que en ese tiempo tenía: orquesta, grupo coral, estudiantina, conjunto vallenato, grupo de danzas y de teatro. Entre mis oficios se encontraba la de programar los días y la hora de las funciones de estos grupos en la treinta y tres centrales que conformaban la compañía, solicitar los permisos de sus integrantes a los jefes inmediatos, el permiso para los ensayos y la logística en general, tales como el bus para transportarlos, el acopio de los instrumentos o la escenografía, etc.

Todo esto me pareció en principio un juego de niños, desconocía en ese momento el intríngulis del asunto; la jefe de la oficina, señora de unos cincuenta y seis años era la amante del director del grupo de teatro, un joven gallardo que no pasaba de los veinte y nueve años, y la secretaria mujer garbosa de grandes ojos negros, labios sensuales color caramelo que incitaban al beso, crearon una trilogía de miedo, en la que la perversidad sexual rompió todos los diques. Les cuento, las oficinas quedaban en el piso trece del edificio, y en el catorce se encontraba el depósito de insumos: guitarras, un piano, bandolas y todo tipo de instrumentos musicales además sudaderas, colchonetas y otros elementos para la realización de los ejercicios.Pues, ese fue el cuartel de las orgias. La jefe de la oficina subía con el director de teatro a las once de la mañana y bajaba a las doce tarareando entre dientes una canción alegre como su rostro rozagante, enseguida se acicalaba y tomaba el ascensor para ir a almorzar, partiendo el ascensor con la dama, la secretaria subía para ocupar su puesto en el piso catorce, una hora después descendía tarareando una canción alegre y su fisonomía de leona en celos. Esto sucedió hasta el día en el que la jefe de la oficina salió hacia el ascensor pero en lugar de ir a almorzar quiso repetir la sección, por lo que decidió regresar encontrando a su amante con la secretaria haciendo lo que ella quería para sí. Fue tal el embrollo que el edificio pareció estremecerse. Al director de teatro lo trasladaron para otra central y en la oficina quedaron las dos amantes, que se maldecían en silencio mientras se lanzaban puñaladas al cruzarse sus miradas, el ambiente se tornó tenso, desapareció la camaradería, cualquier sonrisa era mal interpretada si no por una si por la otra, si a la secretaria le pasaba el borrador para que elaborara seis permisos, lo que antes hacía en diez minutos, se tardaba seis días, si timbraba uno de los teléfonos las dos querían contestarlo al tiempo, cada mañana en el rostro de la jefe se reflejaba la amargura de la noche que muy seguramente se la pasaba contemplando el cuadro que descubrieran sus ojos en el piso catorce.

Solo llevaba tres meses en aquel empleo y ya me parecía un siglo, un siglo de tortura entre la cizaña fraguada sin recato, el insulto alevoso, temerario, la descoordinación y el caos, sin embargo, para darme alientos me asomaba por la ventana para contemplar la miseria de la ciudad, el desempleo dando pequeños pasos sobre el asfalto siempre mojado por una llovizna pertinaz, el sub empleo pregonando baratijas de segunda o embutidos de olores extravagantes, las frutas agrupadas en racimos a punto de pudrirse o las flores marchitas que exhalaban agónicos aromas.

Una noche, entre las cobijas tomé la firme decisión de renunciar, entonces cruzo por mi cabeza la extraña idea de que estaba en las profundidades del Hades y el presidente de la compañía se parecía al Cerbero de Hesíodo que contemplaba con sus cien ojos a Caronte deslizarse por Aqueronte, pero este Cerbero contaba con la facultad de quitar a los difuntos el óbolo y lo hacía ebrio de alegría, sin importarle en lo más minino que quedaran insepultos como Polinices sin Antígona.

Llegando a la oficina, sobre el escritorio encontré una notificación que decía: señor 38004 preséntese al departamento de personal para que se encargue de la dirección en la dependencia en la que ahora labora.

Agarré la nota, y en personal me enteré que a la jefe de la oficina y a la secretaria las habían traslado, que mi sueldo se triplicaría, creo entonces que tomé agua del Leteo.

Hugo Torregrosa

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