La mayoría de nosotros estamos deseando que nos toque la lotería, que nos prejubilen con un sueldo vitalicio o lo que sea con tal de vivir y dejar de trabajar. Pero para Carmen el hecho de tener un trabajo significaba que estaba viva, que era alguien útil y de provecho. Para ella, ir a trabajar era como convertirse en actriz durante unas horas, todos los días se arreglaba pensando en que escena le tocaría interpretar ese día.
La oficina era una escenario perfecto, un decorado que tenía vida, que se desordenaba durante el día pero que al final de la jornada volvía a su ser original para albergar al día siguiente un nuevo acto teatral.
Consideraba que el malestar de sus compañeras veteranas por los años ancladas en esas mesas y esos ordenadores de oferta eran fruto de la edad y de la falta de movilidad. Según Carmen, la vida estaba llena de oportunidades, y cada experiencia era solo una de las muchas barillas que componían el abanico laboral de una persona. Por eso, su trabajo de secretaría en aquella empresa familia resultaba un papel interesante y fácil de interpretar, y encima cobraba por ello.
El día de Carmen empezaba a cobrar sentido cuando comenzaba su jornada de trabajo, subir las escaleras del portal de manera enérgica y saludar de manera entusiasta al portero era su rito habitual. Sabía de sobra que a Jacinto le tenía en el bote, no sólo porque fuese la más joven del inmueble sino porque desprendía una vitalidad y alegría derrochadora que chocaba con la tristeza de los otros asalariados y la hipocresía de los clientes vestidos de traje.
Sin embargo, el telón no se abría hasta que no giraba la llave del 3ºC y empujaba el manillar para entrar en Viajes García, el ruido de las ruedas de la silla, el teclear del ratón, el telefono sonando el ruido de la vieja cafetera inglesa eran el acompañamiento musical de su escena matutina.
Es cierto que ya llevaba tres meses en aquel trabajo, pero todo le seguía pareciendo novedoso e inquietante. Cada día aprendía algo nuevo , algo que estaba segura que le serviría para siempre y que aumentaría sus capacidades para realizar cualquier tipo de empleo en futuo. Para Carmen Pérez Pasillo, todo era una oportunidad que había que amortizar al máximo. Hasta las broncas de su jefa le parecían recitales de tragedia griega que había que aguantar para hacerse fuerte y crecerse. Además, pensaba que de alguna manera se las merecía, porque estaba aprendiendo y no esperaba ser perfecta desde el principio. Carmen quería curtirse y convertirse en alguien a quien le felicitaran por su trabajo y pudiese comprometerse y cumplir cualquier reto profesional. Creía fielmente que dentro de ese entremés de «empresita» familiar estaría segura hasta que encontrase un nuevo estreno al que apuntarse.
En el mundo Pérez Pasillo los clientes eran personajes de reparto con los que compartía escena telefónica y dos días por semana citas offline en la salita de reuniones. Ella claramente tenía el papel principal y se aprendía al dedillo su texto comercial en el que prevalecía la venta antes que el interés personal de posible comprador del lote «las vacaciones soñadas».
Como veis todo fluía en la temporada de cartelera de nuestra protagonista, claro que ella vivía según la regla de las tres unidades: un sólo día, un lugar y una acción. Creía como Truman que era dueña de su propio destino, pero no contaba con que tal vez al día siguiente el autor de su obra decidiera añadir un nuevo acto a la pieza y mandarla por primera vez a la cola de los castings de la vida, también llamada INEM.
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