Cuando uno dice “lo recuerdo como ayer”, la situación tiende a parecerse a esa noche de guardia. Jóvenes todos y en la vorágine empalagosa del conocimiento científico y demostrable, habíamos vivido pocas cosas fantásticas. Éramos siete en una sala de veinte metros cuadrados, una puerta y unos miradores transparentes, especie de ventanas en el techo que daban hacia un medio piso superior, diseñados genialmente para que aprendices de medicina y cirugía desde 1956, literalmente miraran hacia abajo y aprendieran. Trabajábamos en lo más parecido a una nave espacial transformada en quirófano en 1997. La violencia social había traído a la mesa quirúrgica a un hombre joven herido, y a la medianoche, unos manteniendo dormido y vivo al causante del trasnocho y otros reparándole intestinos, escuchamos un sonido fuerte de nudillos que golpearon en los miradores y que rápidamente nos hizo entender que aquellos estaban hechos de algún tipo de vidrio grueso y automáticamente mirar en coro hacia arriba.

_ Beatriz…los miradores ya no existen, cambiaron los techos de los quirófanos en la última remodelación. Otro mordisco agresivo y sin piedad a la Ciudad Universitaria de Caracas, Patrimonio Arquitectónico de la Humanidad.

Ese tipo de artilugio para el aprendizaje de técnicas quirúrgicas ha sido sustituido por cámaras y transmisiones remotas a frías y nítidas pantallas planas. Otra triste información.

¿Y ahora cómo voy a ilustrar mi historia? Sólo necesitaba una foto.

_ Te aseguro que vi a una enfermera con cofia ahí arriba, y subimos a revisar y no pudimos encontrarla, y no había manera de salir de ahí sin ser visto. Menos mal que no soy Juana de Arco.

_ Somos nosotros. Recuerda que nos fuimos todos, grupos pequeños, grupos grandes, por avión o en autobús; pero mantenemos el camino con migas , al estilo de aquel cuento infantil. Regresamos de vez en cuando en alguna guardia, a compartir con Uds., a mirarlos, a escuchar la música del quirófano, a marear el corazón de nostalgia, pesada, espinosa, no importa si viva o fantasmal; miramos así nuestra vida que rápidamente ya es pasada. Tratamos de no ser vistos, no queremos aumentar el drama, ni adhesivo tienen hoy. Las cofias las encontramos abandonadas por ahí…era cosa de broma.

Con sorpresa contundente alzamos la mirada inmediatamente y vimos una persona vestida de enfermera, con misteriosa cofia incluida, que se movió hacia atrás, escondiéndose al verse descubierta. No niego una pequeña bruma en mi visión, faltaba luz arriba, y era ya muy tarde para ojos miopes; no podría identificar a la persona, pero si su figura y su vestimenta. Todavía espero nunca tener que negar lo que vi a cambio de mi vida. Subimos a los miradores, en compañía de un señor mayor vigilante de turno nocturno. No encontramos a nadie. Donde debió haber una enfermera con cofia madrugadora y aterradora, no había sino polvo e historia de la medicina del Hospital Universitario de Caracas. El vigilante, fastidiado de la situación, nos dijo: “doctora…era una muerta, una señora que se murió aquí como en los años 70… ella siempre sale”.

Mis compañeros científicos muy circunspectos después de revisar el espacio físico, y obligados por la fantasía colectiva, acotaron que tampoco pudo huir el fantasma, o sea la muerta, por las ventanas: los miradores no tienen ventanas, solo unos agujeros de ventilación, y si salta por ahí se muere. Que graciosos e ilógicos.

En los pasillos y vericuetos del Hospital de hoy, tampoco están los que se fueron recientemente, a pesar de que los buscamos también en las noches de guardia, entre el polvo y la historia de nuestra medicina actual. Hay una atractiva e indominable interfaz entre la realidad y el sueño, y el deseo, y la fantasía elemental. Ojalá pudiésemos ser fantasmas todos. E ir y venir.

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