Se diría que era un día cualquiera, pero no, fue el más especial de todos.
Una sombra similar a un paño oscuro deambulo en mis sueños. Sin miramiento alguno y cual viva realidad, vi en el pasadizo que conduce al segundo piso, tres personas: dos hombres, una mujer, estratégicamente ubicados. Uno a la entrada, el otro subiendo la escalera, y al final, la mujer. Escena repetitiva durante noches
Los días transcurrieron con relativa normalidad. El cristal de las ventanas gratificaba en su resplandor.
Me encontraba frente al ordenador. Era una fría mañana del mes de abril. A través del ventanal observé a un hombre cuarentón que subía las escaleras en dirección a la oficina. Vestía chaqueta azul jeans, pantalón negro y camisa a cuadros. Me hizo señas para que abriera la puerta. Introduje la llave en la ranura y pregunté.
-¿A quién busca?-
– Al Doctor Pradilla – contestó
– No está, manifesté apresurada.
Dio vuelta a sus pasos y se marchó. Rápidamente me dirigí a la ventana que da a la calle. Curioso, los tipos se negaban abandonar la casa y parecía discutir entre ellos.
Me quedé pensando un segundo y al unísono, me dirigí al despacho del jefe; se encontraba cómodamente sentado, leyendo un periódico, con los pies sobre el escritorio.
- Doctor, tres tipos lo buscan; están en la esquina; no se quieren ir.
De un periquete se incorporó y en fracción de segundos, gritó: ¡Llame a Ismael!. ¡Rápido!
Ismael es un tipo experto; prestó sus servicios para las fuerzas de seguridad del estado; se las conocía todas.
Ingresó presuroso a la oficina, y en segundos, el jefe se esfumó. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Un silencio sepulcral se expandió en el área.
Treinta minutos después, apareció en la puerta. Vi miedo en sus ojos a pesar que abogó por disimular al máximo. No entendía dónde se había metido.
Ismael daba vueltas en círculo. Le hizo señas para que se acercara.
Aquellos, se negaban a desaparecer.
La gente laborando en el primer piso no se percató de nada. Luz maría, servía tintos al personal de la entidad. Dejó la cafetera y regresó a sus labores. El reloj marcaba las 11 a.m. La hojarasca se mostraba inquieta y ella, jugaba con la escoba. Alzó la vista y divisó que alguien le hizo señas desde la parte alta de la ventana, para que acercara la escalera que reposaba en la pared. Obedeció sin preguntar.
Un hombre de más de sesenta años, bajó por los peldaños de madera con la agilidad de un adolescente. Devoró a pasos agigantados el césped que lo separaba de la pared del vecino. Se adhirió a la misma con la agilidad de un felino, y en un abrir y cerrar de ojos, saltó la tapia de tres metros de altura.
» Bruja, fea y vieja» Le escuché decir un día, refiriéndose a doña Magda la vecina. Ni bruja, ni vieja. Es una mujer de mediana edad, alegre y muy efusiva. Vive en un sector privilegiado de la ciudad de Bogotá. Su esposo, igual de jovial.
En ésa zona, dan plena confiabilidad a las cámaras de seguridad.
El teléfono repicó en la oficina de don Jorge. Descolgó el auricular y escuchó agitada la voz de su mujer: Jorgito, el vecino está en el jardín de mi casa. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía? Don Jorge, respondió con afabilidad: ¡Mija! Sea lo que sea, no olvide que en éste país, la justicia es para los de ruana. Magdita, ayude al vecino.
El primero en salir a almorzar fue el Doctor Cadena. Lleva años trabajando aquí. Los hombres se lanzan sobre él, solicitando identificación. Hablan cosas que no puedo escuchar, y en últimas, lo dejan ir.
Se dirigen a la esquina de la cuadra. Ismael ya no está. Lo veo cerca de aquellos hombres.
El reloj marca la 1.30. Hora de almorzar, no puedo salir. Debo vigilar.
De pronto, veo acercarse un auto, es el carro del Doctor Bermúdez. Se detiene una casa antes de la oficina. Se escucha la reja del parqueadero privado.
Media hora después, sale el auto lujoso perdiéndose en el horizonte.
En la oficina, escucho mi respiración.
Los tipos se dirigen nuevamente a la casa. Abro la puerta con intención de avisar y ¡sorpresa! La oficina vacía.
Los miro subir; su ubicación idéntica a la del sueño. La mujer empujó la puerta y pregunto por el Doctor. Le contesté: no está. Me miró con odio. “la voy a empapelar” gritó. Fingí no dar importancia. Aunque en el fondo, sentí pavor. Esa gente es peligrosa.
Exigieron ver en la oficina cerrada. Pueden hacerlo, les dije.
Dieron un vistazo. Desde la ventada trasera, se miraba sobre el césped, una escalera de madera y una escoba vieja vieja, cuyo servicio era barrer la hojarasca y bajar duraznos.
Salieron sin musitar, perdiéndose al igual que el auto lujoso, en el horizonte.
Los jinetes del apocalipsis de Blasco Ibañez- testigo mudo de aquella escena, reposaban sobre el escritorio. Hojee varias páginas. Cerré el libro y salí presurosa.
Los días pasaron y con ellos, muchas páginas. El silencio tenue y el jefe en la memoria.
Con la mirada clavada en el imaginario literario, mezclé las vicisitudes de las dos familias, Desnoyers y Von Hartrott, con esta realidad. No entiendo, nada los identifica.
Un eco resonando en mis oídos.
El anhelo a la vida cuando se siente fenecer, hace surgir de la misma muerte la vialidad que no posee.
La vergüenza y estigma social, aunado al ansia de escapar de la prisión, circunscribiendo su preciada y acomodada vida de ricachón, a una palabra, lo llevó a ocultarse en el techo, saltar la tapia del vecino, meterse en el baúl de un carro y huir, en aras de la libertad que creyó perdida.
Definitivamente, la vida no es ruleta rusa. Lo que hacemos fructifica para bien o mal nuestro, y la amistad perdura mas allá de la muerte.
FIN
* hechos. Oficina de la 106-Bogotá.
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