“El que no asista a la marcha del Día del Trabajador no recibirá la caja de alimentos”. Laura terminó de leer el mensaje con asco. Un frío recorrió su espalda y desembocó en una puntada estomacal. Pronto el hastío se convirtió en ira descontrolada. Quiso estrellar su teléfono inteligente contra el suelo, pero recapacitó en el último momento. “¡Ni de vaina! Después cómo hago para comprar otro”, pensó. Era difícil precisar sus emociones en ese punto. Estaba visiblemente alterada. Se sentía vejada, violada, pisoteada.

–Hija, ¿qué tienes?

–Mira lo que escribieron esos hijos de puta por el grupo del trabajo –respondió Laura mientras le mostraba el mensaje a su mamá–. Yo para esa vaina no voy. Más vale mi dignidad.

La noticia corrió rápido en los círculos del ente ministerial. Los trabajadores de una u otra área se escribían o se llamaban. Esa misma noche, discutían en privado sobre esta decisión tomada por el departamento de Recursos Humanos de la institución.

A la mañana siguiente, en los pasillos, se escuchaba un silencio denso, de esos que sudan voces. Era 30 de abril. Nadie tocaba el tema. Sin embargo, Laura ardía en su interior. No quería estar allí. Estaba ahogada. Sentía que los muros de la oficina 510 se encogían hacia ella. Levantó la mirada y notó cómo sus compañeros se dedicaban a teclear. Algunos conversaban temas triviales. Los dos varones de la unidad estaban sumergidos en una charla acalorada sobre un partido de fútbol del pasado fin de semana. Las nubes caminaban garbosas por el firmamento celeste. El señor Esteban se tomaba su café de siempre. Todo seguía su curso, menos Laura. Ella estaba estancada. Ni siquiera sabía si eso era “estar”. Fue reducida a una cosa, a una estadística.

–No olvides ir a los chinos a ver si consigues azúcar, leche, aceite y arroz, hija. Ya no hay en la casa. Ah, y compra alguito de queso para poder desayunar mañana –dijo su mamá al llamarla por teléfono minutos antes de finalizar la jornada laboral.

–Sí. Tranquila. Yo resuelvo eso.

Laura caminó y caminó por la avenida Fuerzas Armadas. Arroz no hay. Aceite no hay. Azúcar no hay. Leche no hay. Consiguió queso. Compró 500 gramos por el equivalente en bolívares de 15 días de trabajo, unas 120 horas aproximadamente. El precio era 50 % más alto que la semana anterior. Una muestra más de la inflación que hinchaba no solo la economía sino también la angustia de los padres y madres de familia. La ansiedad que le mordía el alma estaba en un punto álgido en ese instante. Si no encontraba leche, no podría preparar los teteros de Carlitos. Y faltan las vacunas. Esas son en dólares o, lo que es lo mismo, en imposibles. Halló la leche, pero –siempre hay putos peros en Venezuela– no la podía pagar. No le alcanzaba con lo que tenía en la cuenta bancaria. Y pensar que hasta hace unos tres años tenía sus ahorritos para cumplir su sueño: irse de vacaciones a la Gran Sabana. Ahora no son más que polvo. Recorrió las calles aledañas por unas dos horas hasta que se rindió. Los zapatos laceraron sus diminutos dedos. Calzaba 36, pero debía usar las zapatillas 38 de su mamá porque las suyas se deshilacharon. Eso es lo que hay.

Esa noche, Laura no pudo dormir bien. Tuvo un sueño extraño en el que una bandada de cuervos se posaba sobre un árbol marchito, sin hojas. Las aves de rapiña, negras como una noche sin luna, la miraban, auscultaban sus culpas y sus miedos. Se levantó de pronto. Estaba asustada. Se levantó a leer los salmos para ganar confianza: El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién tendré temor?

La tarde del 1º de mayo era perfecta. El cielo estaba despejado y ostentaba su azul más profundo. La brisa acariciaba a los habitantes de Caracas. La temperatura era la ideal para dar un paseo por el parque o ir a la plaza a conversar. Laura se vistió con una franela roja y su yin azul. La boca color carmín y sus únicos zapatos deportivos. Estaba linda ese día. Más linda que cotidianamente. No sonreía pero tampoco fruncía el ceño. Estaba allí, como ausente, entre miles de compañeros ataviados del mismo color en plena avenida Bolívar. La música era ensordecedora. Su grupo estaba muy cerca de una tarima musical en la que un cantante improvisaba un tema salsero de esos sabrosos para bailar: Todo tiene su final. Nada dura para siempre. Tenemos que recordar, que no existe eternidad.

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