El almacén de víveres, único en esa zona rural y al cuál ansiosos habíamos recurrido mi compañero y yo, era un cuartucho de madera, emplazado a cierta distancia de la casa principal, que al parecer era la morada del dependiente. Su ubicación estratégica, justo en el cruce de dos caminos de tierra, la hacían vulnerable a la mirada de cualquier parroquiano, que se aproximara por alguna de las cuatro vías.

Su construcción era simple, cuatro paredes que apenas abarcaban seis metros cuadrados de superficie, una puerta y una ventana sin vidrio del ancho del frontis del negocio; esta ventana era el lugar de recepción, la línea de la oferta y la demanda.

Adentro, se podía observar en la parte posterior, y empotrado contra la pared, un mueble de madera de las mismas dimensiones de la pared trasera del cuartucho, el cual hacía las veces de despensa y vitrina, conteniendo en diferentes secciones, en forma ordenada de acuerdo a una clasificación personalísima, y orientada a la necesidad inmediata del cliente, algunas latas de jurel tipo salmón,paquetes de tallarines, arroz, aceite, azúcar, fósforos y otras especias difíciles de detallar, pero que de seguro , también formaban parte de la dieta alimenticia de la familia campesina. Al lado de la puerta y depositado sobre el piso que era de tierra, había medio saco de papas las cuales debido a los tímidos brotes que las adornaban, supuse llevaban más tiempo del necesario. Detrás de la ventana de atención al cliente, se encontraba un mesón con algunas chucherías y dulces, y aún costado, pero en forma destacada y sobre una pequeña repisa de madera, una gran cabeza de chancho, descansaba seria sobre un enorme plato de porcelana.

Al ver la cabeza del cerdo y la cara del dependiente, me dio la sensación de que la venta porcina era una actividad constante, esta impresión inicial la justificaba, al observar con asombro el parecido que había entre los dos especímenes, el almacenero y el animal. En realidad era difícil diferenciar, cuál de los dos era el marrano , situación que muchas veces me confundió y terminaba dirigiéndole mis palabras al porcino, que me miraba con sus ojos adormilados.

– Buenas tardes señores. – Dijo una de las dos cabezas dirigiéndose a nosotros.

– Buenas. – Respondió mi compañero mirando entre las dos cabezas para no caer en el error de la confusión.

– En que les puedo servir.- Consultó la cabeza que hablaba, mientras sacaba un brazo y con la mano espantaba dos moscas, que se habían estacionado en la otra cabeza. Parece que el plato fuerte del almacén era indudable, la venta de cabezas de chancho.

– Queremos pan.- dije mirándolo fijo a los ojos, con la seguridad de quien sabe a quién se está dirigiendo.

– ¿Y cuánto pan quieren los caballeros? – Volvió a preguntar la cabeza parlante, mientras se colocaba detrás de la cabeza del cochinillo, con la clara intención de que nuestros ojos se dirigieran a este.

– Doce. – Respondió baboseante mi compañero con los ojos fijos en el marrano.

– ¿Y alguna otra cosita, o algo para acompañar el pan.- Volvió a preguntar, dirigiéndose directo a mi compañero y colocándose al lado de la cabeza del cochinillo, como un hermanito gemelo. Era definitivo, el almacenero había captado la ansiedad gular de mi socio, y trataba por todos los medios pero discreto, de atraer su atención hacia la rosada carne, con la intención de minar la voluntad del individuo. Creo que si yo no hubiera tomado la iniciativa, y le golpeo fuerte la espalda, para despertarlo de ese enamoramiento carnal, habríamos terminado con la cabeza del puerco debajo del brazo y sin dinero para seguir comprando pan.

– Solamente pancito.- Argumenté resistiendo la tentación de mirar al cerdo.

El almacenero me miró fulminante por algunos segundos, y luego carraspeando de una manera absurda y con clara imitación al sonido que emite el marrano, tal vez como último intento de atraer la atención, se alejó de este, y se dirigió hacia un canasto de mimbre, que se encontraba cubierto con un mantel blanco plomizo, adornado con innumerables manchas de aceite, mermeladas y otras grasas, el que al retirar dejo entrever una cantidad considerable de panes de un extraño color cobrizo.

– Doce panes, y dos de regalo, por la primera compra.- Dijo mostrando los dos panes como los tenistas cuando muestran las pelotas nuevas antes de comenzar a jugar

-Muchas gracias. Y dígame, ¿Cuánto cuesta la cabeza de chancho? – Otra vez mi compañero había sucumbido a la tentación del maldito cerdo.

– Seis luquitas no mas, y está fresquito, yo mismo lo faené. – Respondió apresurado el almacenero levantando con orgullo la cabeza del puerco y mostrándola como un trofeo justo delante de las narices de mi compañero.

– Yo creo que en otra ocasión.- Respondí rápidoy en voz alta para sacar a mi compañero del embrujo marrano en el cual había caído. Mi socio me miró sorprendido, luego miro al cerdo que aún se mantenía sobre las manos del almacenero, y luego me volvió a mirar como si sopesara una elección difícil de llevar a cabo.

Vamos que se está haciendo tarde, – Dije, mientras cancelaba el pan, y tomando la bolsa y firmemente el brazo de mi socio, lo arrastre fuera del alcance hipnótico del cerdo que nos miraba con ojos de poeta decepcionado.

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