La mañana era espléndida y Pedro quiso salir a pasear. Recogió a Manuela que le esperaba en su silla de siempre, y muy animados salieron de la mano.
No necesitaba explicarle dónde iban, ni ella se lo preguntaría. Desde hacía un tiempo disfrutaban con su compañía, muchas veces en silencio. Recorrieron la avenida hasta llegar a la rotonda. Cruzaron el paso de cebra y tomaron un autobús.
Ella iba muy contenta, con el porte de señorita de buena familia. – Mi padre enviudó joven y siempre tuve institutriz, ella me enseñó a tocar el piano que teníamos en casa – Comentaba con frecuencia. El autobús dejó la ciudad hasta llegar a un barrio bastante alejado. Pedro conocía bien aquella zona, y con un gesto de cabeza, indicó a Manuela cuando bajarse.
Recorrieron varias calles hasta llegar a un bar donde tomaron café. Sentados junto a la ventana, observaban el ir y venir de la gente. En los ojos de Pedro había melancolía.
Estaban tan absortos, que no se dieron cuenta que desde otra mesa una pareja les observaba.
– Hola Pedro, ¿te acuerdas de mí? Soy tu primo Andrés – Dijo el hombre al acercarse a ellos.
– Claro hombre, no voy a acordarme – , contestó Pedro con cierto desaire.
– Lo digo por el tiempo que hace que no nos vemos. Creía que ya no vivías por aquí.
– Y así es. He venido a dar una vuelta.
Andrés y su mujer sentían curiosidad, y lejos de zanjar la conversación siguieron haciendo indagaciones.
– ¿No te habrás vuelto a casar? – Preguntó la mujer, sin apartar la mirada de Manuela que se dejaba acariciar la mano.
– No que va. No podemos – Con su respuesta, Pedro empezó un suculento melón al que había que hincarle el diente.
– Por la pensión claro- Insinuó ella con la esperanza de que ese no fuera el motivo.
Pedro negó con la cabeza mientras ellos permanecían de pie, junto a la mesa expectantes.
– Porque mis hijos no quieren.
En ese momento, Andrés se apresuró a acercar dos sillas y ambos se sentaron junto a ellos sin ser invitados.
– Eso no puede ser hombre. Tenéis derecho como todo el mundo.
– Eso le digo yo – Apuntó Manuela que le miraba con ojos brillantes.
– Pero, ¿por qué se niegan? ¿Por la edad?
– Supongo. No lo sé.
La indignación de su primo crecía.
– Pues de eso nada. Ya nos encargamos nosotros de aclarar este tema. ¡Faltaría más! Dame tu dirección que ya iremos a veros.
Pedro se la dio y al rato, las dos parejas se despidieron en la puerta de la cafetería para tomar rumbos distintos.
El encuentro con sus primos, les había llenado de esperanza y sus caras reflejaban la alegría del momento.
Llegaron a un bloque de viviendas donde Pedro se paró. Buscó en el bolso del pantalón y sacó unas llaves con las que abrió la puerta. Manuela le miró sorprendida.
– Entra, te voy a enseñar mi casa.
No hicieron falta más explicaciones para que ella aceptara la invitación y juntos subieron al inmueble.
Disfrutaban tanto cuando estaban juntos, que perdieron la noción del tiempo. Para no llegar demasiado tarde, Pedro ideó volver con su viejo coche. Bajaron al garaje y cogieron el automóvil que arrancó al tercer intento.
Cuando llegaron a la residencia, se bajó del auto para llamar al timbre y que le abrieran la puerta exterior.
Habían pasado un día estupendo aunque en el rostro de Manuela el cansancio era evidente.
No tardaron en ser abordados en el vestíbulo por Valentina, quien había dado orden de ser avisada en cuanto aparecieran.
– Estábamos muy preocupados Pedro. ¿De dónde vienen? ¿Es que se han perdido?
– Que va, cómo me voy a perder si he vivido aquí toda la vida. Quería pasar por mi casa para ver cómo estaba todo.
– Pero se ha llevado a Manuela, ella no puede salir sin que lo sepamos. Usted lo sabe.
– Yo estaba con él- replicó ella al ser aludida.
– A mi lado nada le va a pasar – Pedro empezaba a incomodarse con la conversación.
– Mire Pedro, no le estoy riñendo. No han venido a comer y ninguno de los dos ha tomado la medicación. Entienda que estuviéramos preocupados.
La pareja se miró y en ese instante se percataron que no habían comido, pero ambos lo callaron.
– ¿Y ese automóvil que han dejado en la puerta?
– Pues mío, de quien va a ser.
Valentina no quiso seguir para no inquietarles demasiado. Sus rostros indicaban que la experiencia había sido placentera. Les sugirió que fueran a descansar y se despidió de ellos.
Ya en el despacho, llamó al hijo de Pedro para avisarle que pasara a recoger el coche en el que habían venido.
– Cómo que el coche. Es imposible que se lo haya llevado. Él ya no puede conducir, ni tiene seguro. Además, ese vehículo está dado de baja.
– Pues en la puerta lo tenemos. Puede venir a comprobarlo.
Sin salir de su asombro, pidió que le recogieran las llaves inmediatamente. Valentina respondió que no tenían potestad para hacerlo y que Pedro se ofendería mucho si lo hicieran. Le aconsejó que fuera él, quien se las retirara y que procurara que ese vehículo no estuviera más a su alcance.
No habían transcurrido muchos días desde el incidente, cuando Valentina recibió en su despacho la visita de la parejita, acompañados por Andrés y su mujer.
– Se quieren casar y no entendemos por qué no puede hacerlo. Tienen derecho y su hijo no debe impedírselo.
Por un momento pensó que era una broma, pero enseguida se recompuso de su asombro. Aquellos dos iban en serio. Era una petición de mano en toda regla.
Amablemente pidió a Pedro y Manuela que dejaran el despacho. Una vez solos, les miró fijamente.
– No es su hijo quien se lo impide. Es el Alzheimer.
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