Los miro y pienso: «¿realmente son tan ingenuos? ¿realmente no se dan cuenta? Creo que se han dado cuenta, creo que me han visto un poco peculiar».

Cuando me miran de reojo o cuando caminando por los pasillos alguien tropieza conmigo pienso: «él lo sabe… ella lo sabe». Luego voltean, ni me miran, sueltan una disculpa y siguen su camino.

Pensamientos como esos son los que me tornan un poco paranoico y es en esos instantes en que necesito estar en silencio y a solas. A pesar de eso, los observo cuidadosamente a diario, los veo tan tranquilos, tan ensimismados, alterados por cualquier cosa excepto por mi existencia y me tranquilizo nuevamente, y por fin puedo continuar.

Si tan solo supieran que los miro todos los días supervisando sus conversaciones, si supieran que puedo llegar a saber exactamente lo que sienten hasta el punto de pronosticar lo que piensan, sería el inicio del fin. Para ellos, claro está, no para mí, no para nosotros.

Hace muchos años que los venimos estudiando pero no ha pasado mucho tiempo desde que yo he llegado a conocerlos. Creen que tienen el control y me he dado cuenta que a veces es mejor así, a veces, como en este caso en particular.

Los dejamos vestirse con sus largas batas blancas y caminar por los pasillos como si fuesen los encargados del lugar. Toman el estetoscopio y la libreta de recetas, hacen como que nos dan medicamentos colocando los caramelos que les proporcionamos en pequeños vasos de plástico. No deja de sorprenderme la precisión con la que nos agrupan a horas determinadas para realizar distintas actividades: desayunar, almorzar, dar pequeñas caminatas por el parque, cenar y descansar. Sin duda hay un gran progreso con respecto a la organización grupal para tareas de alta y mediana importancia. Han llegado a delegar, se organizan en grupos y efectúan tareas según lo indicado en el calendario, respetan los horarios y nos lo hacen respectar así como a su autoridad.

—Disculpe…

—¿Si?¿Es hora de mi supuesta medicina?

—Así es, lo ayudará a dormir. ¿La quiere con agua?

—No, no se preocupe.

—¿Está emocionado por mañana?

—¿Mañana?

—¡Si! Mañana le dan de alta. ¿Quién lo viene a recoger?

—Ah, cierto, probablemente mis hijos y sus esposas, estarán felices de verme después de tanto tiempo.

—Eh… si… seguramente.

—Te ves preocupada ¿Ha pasado algo?

—Eh… no.

—¿Algo ha pasado con mis hijos?

—No, no… espere un momento aquí.

—¡No me cierres la puerta!¡¿Qué ha pasado con mis hijos?!

La enfermera cerró la puerta y corrió hacia la estación.

—Doctor, el paciente en A-3 está teniendo un episodio, creo que ha dejado de tomar su Risperdal. ¿Lo sedamos doctor?

—¿Esos gritos son de él?

—Si.

—Sédelo antes que se salga de control, no queremos que se haga daño.

—Pobre.

La enfermera corrió de regreso a la habitación donde se encontraba el niño, luchó consigo misma para tener la entereza de inmovilizarlo e inyectarle el sedante.

El pequeño de diez años la miró con los ojos entreabiertos y le dijo:

—Me avisas cuando lleguen mis hijos.

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