Cada mañana, desde hace ocho o nueve meses, Cristina ve llegar a Adelino a su cafetería con el periódico en una mano y un cigarrillo en la otra. Ella dice que está infectado por el virus del paro, “ese virus que arrastra las piernas”.

El martes le vio a través de la cristalera hablando por teléfono y anotando algo en el periódico, apoyado en un coche. Cristina hizo lo de siempre: puso la taza para su cortado en la cafetera y colocó un plato con cucharilla y azúcar en la zona de la barra que siempre ocupaba él, la que estaba libre de vitrinas para poder extender el diario con comodidad y lejos de donde se sentaba Valentín con su copa de orujo, porque el olor del alcohol a esas horas le levantaba el estómago. “No sé cómo te puedes tragar ese fuego a estas horas sin vomitar”, le decía.

—Mañana empiezo a trabajar, Cristina —dijo alegre mientras ocupaba su trozo de barra—. ¡Por fin! Tengo que estar aquí a las nueve en punto —y le señaló con el índice una esquina del periódico. Ella lo tenía del revés, y no pudo ver más que un número y lo que parecía una dirección, todo escrito justo encima de un recuadro con una pareja encamada. Cristina le felicitó y Valentín levantó su aguardiente a modo de brindis.

Después de desayunar, Adelino volvió contento a su casa. Sólo estaba su hija mayor, porque su mujer ya se había ido a limpiar —“mañana se acaba el limpiar”, pensó— y la pequeña estaría en el colegio.

Gloria, después de cuatro años de graduado, dos de máster y más de cien currículum, estaba sin trabajo. Su novio, Casandro, ingeniero industrial, se había quedado también en la calle, y se pasaba el día encerrado en casa, abatido y derrotado.

Cuando llegó, su hija le recibió ensobrando un nuevo currículum sentada en la mesa del comedor, con la sonrisa tan ausente como siempre —“a partir de mañana, en esta casa se volverá a sonreír”, se juró Adelino.

—Mañana empiezo a trabajar —dijo él.

—Qué bien—dijo ella sin fingir alegría, y siguió con su tarea—¿Ya has firmado el contrato?—preguntó con sorpresa.

—Bueno, mañana es la entrevista, pero ese trabajo es para mí.

Aquella noche su esposa y él cenaron fuera de casa después de un siglo sin hacerlo y a la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, por primera vez en más de ocho meses Adelino se sintió vivo. Se levantó con presteza. Rápido se duchó, rápido se afeitó, rápido se vistió con su mejor traje y aún tuvo tiempo de fumarse, despacio y a fondo, un cigarrillo en la terraza.

La dirección adonde tenía que ir y el teléfono lo tenía anotado en el periódico del día anterior, que había dejado en el recibidor de la entrada. Lo cogió y al abrirlo, quedó paralizado. Alguien había recortado aquella esquina inferior derecha de la primera página. En vez de un teléfono y una dirección, había un hueco.

¿Quién y por qué habría arrancado ese trozo exacto de periódico? Empezó las pesquisas. Primero su esposa, que preparaba el desayuno en la cocina. No, ella no había sido. Su hija pequeña, que tenía el bigote marcado por el cola cao, tampoco sabía nada de aquello, así que sólo quedaba Gloria, que aún estaba en la cama.

Puso mala cara cuando la despertó, pero necesitaba esa dirección con urgencia.

Sí, ella lo había arrancado.

— ¿Y por qué? ¿qué has hecho con ello? —preguntó ansioso Adelino, temiendo cualquier cosa irreversible.

—Se lo di a Casandro —contestó ella, restregándose los ojos e incorporándose en la cama.

— ¿A Casandro? ¿Y para qué? —Ya estaba temiéndose algo malo. Pero su hija no contestó. Sólo le miró, primero, y bajó la vista después.

Gloria no había visto a su padre tan excitado nunca, y temió que hiciera alguna tontería si le contaba por qué le había dado aquello a su novio. Así que prefirió callar. Pero su padre insistió.

—Necesito ese papel, ¡necesito ese papel! —dijo, zarandeándola por los hombros y despertándola por completo. —Llama a Casandro, por favor, y que te lea lo que anoté.

Gloria cogió el móvil, y llamó a su novio. Preguntó por el papel.

— ¿Tirado? ¿Por qué?

Estaba ligeramente vuelta, dando la espalda a su padre, pero el grito de Casandro lo escuchó nítido Adelino.

— ¡Porque yo no necesito esas mierdas, a ver si te enteras!

— ¿Qué mierdas? —preguntó Adelino, que había intuido que el papel ya no existía.

Gloria colgó el teléfono y sin levantar la vista contó la verdad, simple y resumida.

—Lo ha tirado, no sabe dónde. Se lo di por el anuncio —se ruborizó—El despido le está afectando…no está bien…—tartamudeaba.

Adelino recordó la pareja en la cama y entendió todo de golpe. Iba a perder su trabajo salvador porque al novio de su hija le tenía enervado la depresión del paro. Pero Gloria reaccionó.

—Tendrás en tu teléfono el número desde el que te llamaron.

Claro. El teléfono. Pero el número era de una centralita, y cuando marcó, recibió un mensaje de error.

No tenía ni teléfono ni dirección. Nada. Un ingeniero impotente le iba a joder.

Se levantó y salió de casa. Su mujer quiso decirle algo, pero no supo qué.

Cristina, sorprendida, le vio venir a través de la cristalera. Ni siquiera había habido tiempo para su despido, y la corbata no era usual en su desayuno.

Cuando Adelino entró, fue directo a su parcela.

—He perdido lo que anoté ayer —dijo casi sin voz— Y no sé ni adonde tengo que ir ni adonde puedo llamar. ¡Y todo porque al novio de mi hija no se le endereza!

A Valentín casi se le atasca su orujo. Cristina le miró estupefacta, y como no sabía qué decir, se volvió para preparar el café. Pero cuando oyó la voz de Adelino, le miró y se preocupó de verdad.

—Cristina, deja el café y ponme eso de Valentín.

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